Sobre una vasta pradera de un verde intenso, Efraín buscaba a alguien. Caminaba de un lado a otro, ansioso. La persona que esperaba no llegaba y temía que algo le hubiera pasado. Corrió por el campo y, al llegar a una colina, la vio. El rostro radiante de Claudia le sonreía.
—¡Fray, aquí, aquí!
Era ella. La había encontrado. El vacío en su pecho desapareció, reemplazado por una cálida sensación. Ella lo tomó del brazo y le gritó alegremente:
—¡Fray, lo que más amo es la libertad! Quiero vivir intensamente, seguir mis instintos, nunca traicionar lo que siento.
«Claudia, yo también quiero vivir con esa intensidad, por eso te necesito». Quiso gritar su nombre, rogarle que no se fuera, pero la garganta se le cerró, una parálisis se apoderó de su cuerpo, dominado por el pánico, como en la peor de las pesadillas. La vio soltarse de su brazo y correr, buscando su libertad. Extendió la mano, pero solo alcanzó a rozar el borde de su vestido.
—Fray, mi buen amigo, deséame suerte, ¿sí?
—¡Claudia