—¿A dónde vas? —Rubén corrió hacia él y lo sujetó, ansioso.
—Francisco, lo siento —dijo Leo en voz baja.
Francisco se zafó de Rubén con todas sus fuerzas, sus ojos inyectados en sangre.
—¡No quiero volver a verte! ¡Te mataré!
Rubén se quedó paralizado, viéndolo abrir la puerta y salir tambaleándose.
—Rubén, ¿en qué estás pensando? ¡Tiene fiebre! ¡Se va a morir! —le gritó Leo, desesperado.
—No me va a perdonar. Nunca me va a perdonar. —Rubén nunca había pensado que unas simples palabras pudieran causarle un dolor tan grande.
—¡Pues quédate ahí lamentándote! ¡Se va a morir! —Leo lo empujó y salió corriendo tras él.
—¡Francisco! —El empujón pareció sacar a Rubén de su estupor. Corrió tras ellos.
Estaban en una zona de mansiones muy apartada de la ciudad. Francisco no caminaba rápido. Leo lo alcanzó en pocos pasos y lo sujetó del brazo.
La mirada herida de ese hombre elegante y refinado lo estremeció. Quizás, después de tanto tiempo jugando a cazar presas con Rubén, nunca había pensado en