Después de que Francisco se fue por la tarde, la mansión quedó sumida en un silencio abrumador. Bianca se sentó en el sofá, sin ver la televisión, con la cabeza gacha, perdida en sus pensamientos.
Decidió tomar el celular y marcar un número. A los pocos tonos, una voz suave respondió.
—¿Bianca?
—Mamá… —dijo ella, sintiendo un nudo en la garganta, pero logró controlarse. Sin embargo, olvidó lo bien que su madre la conocía.
—Bianca, ¿qué pasa? ¿Estás triste? —preguntó Sara, su voz teñida de preocupación.
Antonio, que le había pedido a su esposa que le trajera su pijama, se detuvo al oír la pregunta. Se acercó al teléfono y la miró, interrogándola con la mirada. Sara negó con la cabeza, pidiéndole que no hiciera ruido.
—No, mami, no me pasa nada. Solo te extrañaba. —Bianca echó la cabeza hacia atrás. Alguien le había dicho una vez que ese gesto ayudaba a contener las lágrimas, y parecía funcionar. Las lágrimas se quedaron en sus ojos, sin atreverse a caer.
—¿Segura que solo es eso? —insi