En el estudio de Francisco reinaba una tensión palpable. Él, de pie, miraba con severidad a la pareja que estaba sentada en el sofá y que, se suponía, no debía estar ahí.
—Me dijeron que llegaban mañana —afirmó con voz alterada.
Javier se giró para ver a su esposa, que le dedicaba a su hijo una sonrisa aduladora. Lorena sonrió aún más.
—Ay, hijito, queríamos darte una sorpresa. ¿A poco no te sorprendimos? Jaja.
Al oírla, Javier sintió que se le caía la cara de vergüenza. Si estuviera sorprendido, no tendría esa expresión.
—Me preocupan. ¿Y si les hubiera pasado algo? —insistió Francisco, sin ceder.
—Señor, señora, tomen un poco de agua. Deben estar muy cansados después del viaje.
Bianca se acercó con dos vasos y los dejó sobre la mesa.
Desde que Lorena entró, no le había quitado los ojos de encima a la joven. Por su apariencia, ya le había dado una buena calificación. El gusto de su hijo no era nada malo.
—Gracias, hija, qué amable eres.
—Es que no sé qué decirles —se quejó Francisco.