Leighis estaba sola en el palacio. El silencio era casi una presencia viva, un eco que se arrastraba entre los corredores como un fantasma antiguo. Las llamas de las antorchas vacilaban en las paredes de mármol y proyectaban sombras largas, cambiantes, que parecían observarla con ojos de reproche. El aire olía a piedra húmeda, a incienso y a soledad.
El emperador Atlas la había reclamado como suya, conquistado el reino de Krónica y matado a la familia real. No había tenido más opción que unirse a él para mantenerse con vida. Era un tirano que de seguro no le habría importado matarla, a pesar de ser su mate. La historia ya no tenía punto de regreso. Había sido tomada e impregnada con la semilla del titán, y sus tres hijos eran el producto de su consumación.
¿Qué pasaría si Atlas perdía? Ella ya no sería la emperatriz, sino aquella que ahora era la esposa de Horus. A menos que el tirano muriera y aquella. Entonces, Horus enviudaría al igual que ella. Así no habría más camino que de nuev