El dolor bajo mi vientre se intensificaba, mi corazón latía desbocado al ver cómo la sangre empapaba mi ropa.
—¡Ayuda! —grité al borde del colapso.
—Déjame llevarla al hospital— Replico el hombre.
Enseguida vi a mi esposo correr hacia mí. Su rostro reflejó sorpresa, pero no le reclamé nada… no ahora, cuando mi bebé podía estar sufriendo por culpa de su amante.
—¿Qué haces aquí?, ¿cómo pasó esto? —me preguntó con incredulidad.
—Señor ella se encuentra mal.
—Gracias yo la ayudare. Ve a ver las cámaras y cualquier cosa me llamas.
—No me preguntes cómo pasó, porque fue tu amante la que me empujó. ¡Llévame al maldito hospital ahora! —le grité entre sollozos.
Sebastián me miró asombrado, pero no negó mi reclamo. Me cargó apresurado y me sacó del hotel por la puerta de emergencia.
Me quejaba de dolor a cada paso, sintiendo que en cualquier momento iba a desmayarme.
—Eres una insolente. ¿Para qué viniste al hotel? —me recriminó con dureza.
—¡No me digas nada, me duele mucho! —espeté apretando los dientes.
Subimos al coche y él aceleró sin detenerse. Yo solo podía soltar gemidos de dolor, cada vez más fuertes, como si algo dentro de mí se desgarrara.
—¡No aguanto más! ¡Duele demasiado! —grité entre lágrimas.
—Debes soportarlo. Todo sucedió por tu culpa —dijo fríamente.
Negué con la cabeza, ofendida por su maldito comentario, y justo entonces un mareo me envolvió. Perdí el conocimiento.
***
Abrí los ojos con dificultad. Todo daba vueltas y lo primero que escuché fue el pitido constante de un monitor. Estaba en el hospital.
—Señora, ha despertado —dijo una enfermera.
Intenté incorporarme, pero un dolor punzante en el vientre me arrancó un quejido. Llevé mis manos a mi abdomen y descubrí con horror que ya no estaba abultado.
—Señora, debe tranquilizarse… —me dijo con suavidad.
—¿¡Dónde está mi bebé!? —grité desesperada.
—Necesita estar tranquila, el médico vendrá pronto.
—¡¿Cómo me pides que esté tranquila?! —volví a gritarle, ahogada en lágrimas, pero el dolor no hacía más que aumentar.
El médico entró acompañado de Sebastián.
—Doctor, ella está fuera de sí —murmuró él, como si yo estuviera loca.
La enfermera salió de la habitación y el médico se acercó. Yo lo miré con el corazón a punto de estallar.
—Quiero ver a mi bebé… ¿me imagino que se encuentra bien, ¿verdad? —pregunté con la voz quebrada.
El doctor negó lentamente con la cabeza. Mis ojos se abrieron desorbitados, el aire me faltaba.
—Lamentablemente no pudimos hacer nada… su hija nació muerta.
—No… no… eso no puede ser… —susurré con la voz hecha pedazos—. Faltaba tan poco para que naciera…
—Cariño, debes tranquilizarte —intervino Sebastian.
—¿Me pides que me tranquilice? ¡Tu amante fue la que me empujó por las escaleras de mi propio hotel! —grité fuera de mí.
—Estás diciendo tonterías. Eso no pasó, Avril. Tú misma te caíste, no sé qué hacías allí. ¡No inventes historias para culpar a alguien! —me gritó Santiago, negándolo todo, protegiendo a esa maldita mujer.
Sentí que mi mundo se derrumbaba. El doctor intentaba calmarme, pero mis lágrimas no cesaban.
—Por favor, doctor, dele algo para que se tranquilice. Ella provocó ese accidente, se cayó sola. Perdimos a nuestra hija por su culpa. —Su voz sonaba fría, implacable, como si mi dolor no significara nada.
Su mentira me destrozó aún más que la noticia. Era como si una pala cavara dentro de mi pecho, como si cuchillos cortaran mi piel. El médico me sostuvo la mano mientras me aplicaba una inyección.
—Debe tranquilizarse, señora. Usted tuvo una cesárea de emergencia, si se altera podría abrirse la herida o infectarse. Lamento mucho su pérdida —dijo con pesar.
Yo lloraba en silencio, sin poder articular palabra. Mi voz se sentía lejana, pesada, hasta que se apagó en sollozos. Solo alcancé a ver de reojo a Sebastián. Estaba ahí, sereno, indiferente, como si nada hubiese pasado, como si la culpable de esta desgracia fuera mía … o peor aún, como si estuviera satisfecho de proteger a su amante y la perdida de mi bebe no valiera absolutamente nada.
Cuando abri los ojos sentí la boca seca, pastosa, y un dolor agudo me atravesaba la cabeza como una punzada. Todo se veía borroso, pero de lejos podía distinguir la voz de Sebastian hablando por el móvil. Intenté incorporarme, pero algo en mí me decía que debía quedarme quieta. Entonces escuché mi nombre y me quedé inmóvil en silencio, escuchando.
—No te preocupes, mi amor, no permitiré que nada malo te suceda. Lo mejor es que ella misma crea que lo mató. No me importaba esa bastarda; que se haya muerto fue lo mejor. Sabes que te amo. Ya eliminé todo el video de las cámaras de las escaleras. Fue un accidente, tú no tuviste la culpa. —Su voz sonaba fría, calculadora—. Por desgracia, ella llegó furiosa al hotel y nos descubrió… pero lo importante es que el bebé esté muerto y yo esté contigo.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me levanté bruscamente y, sin pensarlo, le di una cachetada. Sebastian se quedó helado, mirándome con incredulidad.
—¡Estás loca! —me gritó.
—¿Cómo es posible…?
Yo empecé a quejarme, sentí un líquido tibio recorrer mis piernas y al mirar vi un charco de sangre bajo mí.
—¡Estúpida! —escupió él—. ¿Quieres morirte sola? ¡Muérete, pero no al lado mío! ¡Eres una mala mujer! ¡Te tiraste por las escaleras! ¿Ahora vienes a decir que alguien te empujó?
—¿Estás tratando de hacerme creer que estoy loca? — Le pregunté con un nudo en la garganta.
—Si lo estas. No te acuerdas porque estas delirando. No culpes a nadie.
—¡Claro que me empujaron! —grité—. ¡Y estabas hablando con esa mujer, Mónica…!
—Mónica no tiene nada que ver —me interrumpió con desprecio—. Necesito el divorcio. No deseo a una mujer como tú cerca de mi hijo, eres peligrosa, tu locura es evidente. Mataste a tu propia hija, por puro celos.
El mundo me dio vueltas. Caí de rodillas mientras la sangre me corría entre las piernas. Las manos me temblaban. El médico entró corriendo al cuarto y se sorprendió al verme.