CAPÍTULO TREINTA

El salón estaba decorado con la misma meticulosidad que la ceremonia, cada detalle parecía sacado de una revista de bodas. Flores blancas y rosadas adornaban las mesas redondas con manteles de encaje, y las luces cálidas que colgaban del techo creaban un ambiente acogedor y elegante. A pesar de la belleza del lugar, no lograba sentirme parte de aquella atmósfera. Era como si estuviera interpretando un papel en una obra que no había escrito.

Luna corría de mesa en mesa, mostrando su vestido y su canasta vacía a los invitados, quienes se reían y la felicitaban. Verla tan feliz era un pequeño consuelo.

Ella no entendía las complejidades de lo que acababa de ocurrir, y su inocencia me hacía querer protegerla aún más.

—Clara, necesito que tomes aire —la voz de Santi interrumpió mis pensamientos mientras me quitaba la copa de champán de las manos.

—¿Aire? Lo que necesito es salir corriendo —le respondí en un susurro, intentando no atraer la atención de los demás.

—Lo sé, pero ya estás aquí
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