CAPÍTULO CUATRO

Me detuve frente a la puerta de nuestra habitación, mi habitación, en la que tantas veces me había refugiado, esperando que León volviera de sus interminables reuniones y promesas.

Donde tantas veces, hicimos el amor, donde vele sus sueños, evitando dormirme para poder mirarle y disfrutar de la calma de su respiración.

Pero esta noche había una extraña sensación en el aire, algo en mi pecho me decía que no debía abrir esa puerta. Que no estaba lista para ello, que debería huir mientras tuviera tiempo. Todo en mi casa me ponía en alerta, nada estaba bien; nada era normal.

Tomé una bocanada de aire y empujé el pomo. El sonido de la risa de una mujer, suave y susurrante, fue lo primero que escuché, eso me dejó desconcertada. Y entonces los vi: él, mi esposo, con su camisa abierta y sin nada más, con las manos y la boca en el cuerpo de otra mujer, que disfrutaba de sus caricias, que le pedía que la presionara, que la ahorcara con un disfrute en la voz que me pareció despreciable.

Su ropa estaba esparcida por mi habitación, su brasier estaba colgado como trofeo en el marco de nuestra foto de bodas. Una botella de vino tinto se encontraba volcada sobre aquella alfombra blanca que tanto cuidaba.

Mis piernas temblaron y me agarré al marco de la puerta para no caerme notando que los pantalones de quien se supone era mi esposo impidieron que sonara al darse contra la pared. La mujer en la cama se giró y me miró con una sonrisa entre divertida y despreocupada, como si yo fuera la intrusa, pidiéndole más, como si yo no tuviera derecho a estar ahí.

Y León… él ni siquiera pareció sorprendido al verme, solo se apartó de ella con una lentitud cruel, al lograr su cometido y quedar satisfecho, lo notaba en su agitación, en la forma que volvía a incorporarse y ese asqueroso gemido de hombre que exclamo, haciendo eco en mis oídos, como si mi presencia no fuera más que una molestia.

—¿Qué haces aquí, Alexandra? —preguntó con frialdad, sin molestarse en cubrirse o en apartarse del lecho compartido con su amante.

—¿Eres muda acaso? — Insistió aceptando de buena gana, el licor de su boca.

Cada palabra era un puñal, y sentía cómo se clavaban en mi corazón, uno tras otro. Respiré hondo, tratando de no desmoronarme, de no darle la satisfacción de verme caer. León, el hombre con quien había planeado una vida, quien iba a ser el padre de mi hijo, me miraba con desprecio. Parecía regocijarse en el dolor que me estaba causando.

—¿Cómo… cómo pudiste hacerme esto? —murmuré con la voz rota y ahogada por el dolor. Ni siquiera estaba segura de sí hablaba para él o para mí misma.

Su amante soltó una carcajada, una risa burlona y vacía que resonó en la habitación, como si mi sufrimiento fuera una especie de espectáculo privado.

—Ay, Cariño, ¿Quién te manda a no avisar que ibas a volver temprano? —dijo, extendiendo una mano hacia mí con falso consuelo.

Teniendo el descaro de ponerse mi salida de cama, como si fuese suyo. Como si esta no fuera la primera vez, como si ella fuese la señora de esta casa y no yo.

— ¿Además, creías que eras suficiente para el gran CEO León Sandoval? Todo lo poco que tenías, me pertenece, poca cosa— sugirió desvergonzada dejando un beso en el pecho de León.

No pude responder nada, tenía las palabras atascadas en la garganta y la mirada fija en las asquerosidades que ella hacía y él se dejaba, y fue en ese instante que León dio el golpe final.

—Esto es patético, Alexandra —dijo con una frialdad que nunca había oído en su voz.

—Pensé que al menos tenías algo de dignidad. Pero, claro, eso también era pedir mucho. Mira cómo nos ves, acaso te agrada… Qué patética te ves —seguía con superioridad ante mí.

—Nunca te ame, eras una patética perrita que solo mendigaba amor, mírala a ella tiene todo lo que a ti te falta, ella si es una buena hembra para mí, ella si hace lo que digo, no pone peros estúpidos, ella es mil veces mejor que tú.

El aire se me escapó. Era como si hubiera dejado de existir para él, como si todo el amor que alguna vez pensé que me tenía hubiera sido una simple fachada, una cruel mentira bien calculada. Mi grandiosa vida llena de felicidad parecía un cuento de terror.

De repente, el dolor en mi pecho se extendió a mi abdomen, un dolor intenso y punzante que me hizo doblarme hacia adelante.

«No… mi bebé»

Llevé una mano temblorosa a mi vientre, sintiendo algo húmedo entre mis dedos. Miré hacia abajo y vi cómo una mancha roja comenzaba a empapar mi vestido, extendiéndose como una sombra implacable. No. No, por favor… no ahora, no mi bebé.

—León… —traté de decir, pero la voz se me quebró en un susurro desesperado.

—¿Por qué no te vas y dejas de hacer una escena? —me dijo ella, sin la menor compasión.

Él apenas me miró, el desprecio en sus ojos mezclado con una pizca de fastidio era notorio. Tal vez pensó que estaba fingiendo, que era solo otro de mis “dramas”. Su amante se río de nuevo, rodando los ojos como si todo esto fuera una broma pesada.

No pude responder. El dolor era demasiado, como si algo dentro de mí se estuviera desgarrando. Cada segundo se sentía eterno, cada latido una agonía. Las lágrimas comenzaron a caer mientras me tambaleaba hacia la puerta, ignorada por ellos, abandonada en mi dolor.

Logré salir de la habitación y llegué a las escaleras que daban al segundo piso, donde León interrumpió mi huida, quedando frente a mí como Dios lo trajo al mundo. Mis lágrimas se mezclaban con mi respiración entrecortada. Sentía que el mundo se desmoronaba, como si la tierra se abriera bajo mis pies y yo cayera, sin poder aferrarme a nada. Lo había perdido todo: al hombre que creía amar, y el bebé que crecía dentro de mí sufría.

—Es mejor que te vayas de mi casa, y no vuelvas nunca. —Espeto tomándome de los brazos.

—¡Lárgate y no regreses nunca! —Siguió mientras me zarandeaba de los brazos con fuerza.

—Suéltame —Empecé a arañarle la cara, intentando defenderme. Su brutalidad me dolía.

—¡Ya no te soporto!, ¡no me sirves para nada! —gritaba.

Mis uñas habían dejado su piel lesionada, él solo me insultaba y yo comenzaba a desesperarme. Su trato me dolía, pero más me preocupaba mi bebe y la sangre que sabía que aún corría.

—¡Suéltame, esta es mi casa, tu amante y tú son quienes deberían irse de aquí! —Le reclamé, siguiendo con aquel forcejeo macabro.

—La única que está de más, aquí eres tú, mujer —Continuó, dejando una sonrisa de lado que me resultó aterradora, más cuando su sangre se deformaba en ella. Sin pensar que él me iba a soltar justo en las escaleras.

Lo observé con agonía mientras caía, intentando desesperadamente sostenerme de lo que fuese en vano. Cuando llegué al final de las escaleras, el dolor se volvió insoportable y, poco a poco, la oscuridad comenzó a envolverme, una sombra profunda y fría. Que se acoplaba con el eco de su risa.

Apreté mi abdomen en un último intento de proteger a mi bebé, mientras mi conciencia se iba desvaneciendo. Ya no había nada a mi alrededor, solo la sensación tibia de la sangre en varias partes de mi cuerpo, eso era todo, no quedó nada más.

—Bebé— pronuncié en un susurro con el poco aire que quedaba en mis pulmones.

—León, m****a… ¿Qué hiciste? ¿La mataste? —Oí sus voces como si se estuviesen alejando.

—¡Joder esto no debería ser así, m****a!

—Cálmate… No importa, mejor para mí.

—¿Qué diablos harás? ¡Tienes una mujer desangrándose en tus escaleras!

—Voy a llamar a papá… me va a matar, dirá que soy un estúpido, pero sé que va a solucionar esta porquería— noté su sombra pasar por encima de mí. Sin siquiera detenerse.

El suelo ya no parecía tan frío, mis brazos quedaron anclados sobre mi abdomen, mi boca permaneció entreabierta. Ya no tenía fuerzas, ya no podía oírlos. Cerré los ojos, dejando que el cansancio y el desconsuelo me arrastraran, deseando que, de alguna manera, esto solo fuese una pesadilla; pesadilla terminaría.

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