Mundo ficciónIniciar sesiónPOV: Catalina
Tres días después del recibo maldito, Khalid organizó una "pequeña cena informal".
En el vocabulario de mi marido, "informal" significaba caviar Beluga, tres camareros de guante blanco y cubertería de plata maciza.
La mesa estaba puesta para seis.
El aire acondicionado zumbaba suavemente.
Yo estaba sentada a la derecha de Khalid. En mi trono habitual.
Llevaba un vestido de seda verde esmeralda. Khalid lo había elegido. Dijo que combinaba con mis ojos.
Yo sabía que combinaba con su ego.
—Catalina, tienes que probar este vino —dijo el socio de Khalid, un banquero suizo con cara de roedor—. Es un Burdeos del 82. Exquisito.
Sonreí. La máscara ya era parte de mi piel.
—Es delicioso, Jean-Luc.
Entonces, el timbre sonó.
El mayordomo se deslizó hacia la entrada.
—Debe ser Tatiana —dijo Khalid.
Su voz cambió.
Fue algo sutil. Un micro-temblor en su tono barítono habitual.
Casi imperceptible.
Pero yo lo escuché.
Mis sentidos estaban en alerta máxima desde la noche del Bulgari.
—¿Tatiana? —pregunté, alzando una ceja—. ¿La nueva consultora de arte?
—Sí. Es brillante. Necesitamos su ojo para la nueva colección del holding.
Las puertas dobles se abrieron.
Y el aire de la habitación cambió.
Entró una mujer.
No era simplemente guapa. Era un accidente de tráfico del que no podías apartar la mirada.
Alta. Rubia. Con esa belleza eslava que parece tallada en hielo y pecado.
Llevaba un vestido negro. Sencillo.
Pero se ajustaba a su cuerpo como si hubiera sido pintado sobre ella.
Sus ojos eran azules. Feros. Depredadores.
Caminó hacia la mesa con una confianza que no se aprende en la universidad. Se aprende en la cama de hombres poderosos.
—Privet, a todos —dijo. Su voz era ronca. Ahumada.
Khalid se puso de pie.
Lo hizo demasiado rápido.
Su silla rechinó contra el mármol.
—Tatiana —dijo él—. Bienvenida.
Se acercó a ella.
Le besó la mano.
No fue un beso protocolario. Sus labios se demoraron un segundo más de lo socialmente aceptable sobre su piel.
Vi cómo la nuez de Adán de Khalid subía y bajaba al tragar.
Sentí una punzada en el estómago. Aguda. Como si me hubiera tragado un trozo de vidrio.
—Tú debes ser Catalina —dijo ella, girándose hacia mí.
Me miró de arriba a abajo.
No me estaba saludando. Me estaba escaneando.
Buscando debilidades estructurales.
—Encantada —dije, sin levantarme.
Ella sonrió. Mostró unos dientes perfectos, demasiado blancos.
—Khalid me ha hablado mucho de ti. Dice que tienes un gusto... impecable para la decoración.
El insulto estaba envuelto en seda.
Decoración.
Otra vez.
La cena transcurrió entre risas forzadas y tintineo de copas.
Yo apenas probé la comida.
Me dediqué a observar.
A recopilar datos.
Tatiana no se comportaba como una empleada. Ni siquiera como una socia.
Se movía por mi comedor con una comodidad irritante.
Sabía dónde estaba el salero antes de buscarlo.
Sabía qué copa usar sin mirar a los demás.
—Este cordero está un poco seco —comentó ella de repente, pinchando la carne con desdén—. Khalid odia cuando la carne se pasa de punto, ¿verdad? Recuerdo que en París devolviste un plato entero por esto.
El silencio cayó sobre la mesa.
Jean-Luc, el banquero, parpadeó.
—¿En París? —pregunté suavemente.
Mi voz sonó tranquila. Pero por debajo de la mesa, mis uñas se clavaban en mi palma.
—¿Cuándo estuvisteis en París juntos?
Khalid se tensó. Lo vi en sus hombros.
Tatiana no se inmutó.
Tomó un sorbo de vino, mirándome por encima del borde de la copa.
Sus ojos brillaban con malicia.
—Oh, fue hace meses. Una coincidencia. Nos encontramos en L'Avenue. Khalid estaba... solo. Y yo también.
Mentira.
Khalid nunca viajaba solo. Y nunca comía en L'Avenue a menos que quisiera ser visto.
—Qué casualidad —dije.
—El mundo es un pañuelo —respondió ella.
Luego, se giró hacia Khalid.
—Por cierto, habibi —se le escapó. O lo soltó a propósito—. Deberíamos revisar los planos de la galería mañana. Tengo algunas ideas para la iluminación.
Habibi.
Lo dijo con naturalidad. Con posesión.
Como si esa palabra le perteneciera a ella, no a mí.
Khalid carraspeó.
—Claro, Tatiana. Mañana en la oficina.
—Oh, pensé que podríamos hacerlo en el yate. Hace un clima precioso. Y sabes que te concentras mejor con el sonido del mar.
Ella le sonrió.
Fue una sonrisa cargada de promesas. De secretos compartidos.
Y de repente, lo vi.
Vi la mirada de Khalid.
No miraba los planos imaginarios.
Miraba su boca.
La miraba con hambre. Con una necesidad cruda, visceral, que nunca había dirigido hacia mí en los últimos dos años.
Me sentí pequeña.
Me sentí estúpida.
No era solo una aventura de una noche en el Bulgari.
Esto era una relación.
Tatiana conocía sus gustos. Sus manías. Sus lugares favoritos.
Ella era la esposa en la sombra.
Yo era solo la fachada pública. La estatua en la entrada del edificio.
Tatiana volvió a mirarme.
Nuestras miradas chocaron en el centro de la mesa, sobre el centro de flores blancas.
Fue un duelo silencioso.
Ella no bajó la vista.
Me sostuvo la mirada con una arrogancia desafiante.
Sí, me estoy acostando con él, decían sus ojos azules. ¿Y qué vas a hacer al respecto, princesita?
Sentí un frío polar recorrer mi columna.
El enemigo ya no era un fantasma. No era un recibo arrugado ni un olor a purpurina.
El enemigo estaba sentado en mi mesa.
Comiendo mi comida.
Bebiendo mi vino.
Y burlándose de mí en mi propia cara.
—¿Te encuentras bien, Catalina? —preguntó Tatiana, con una falsa preocupación que goteaba veneno—. Estás muy pálida.
Sonreí.
Fue la sonrisa más difícil de mi vida.
La sonrisa número cuatro: La Estratega.
—Estoy perfecta, Tatiana —dije, tomando mi copa—. Solo estaba pensando en lo interesante que es tu... perspectiva.
Levanté la copa hacia ella.
—Bienvenida a nuestra casa. Espero que disfrutes la estancia.
Bebí.
El vino me supo a sangre.
Pero no bajé la mirada.
Porque acababa de darme cuenta de algo crucial.
Tatiana era arrogante. Se sentía intocable.
Y la arrogancia es un fallo estructural.
Es una grieta.
Y yo soy experta en demoliciones.
Tatiana Morozova no sabía con quién se estaba metiendo.
Pensaba que yo era la esposa trofeo.
Pronto descubriría que soy el arquitecto de su ruina.
Pero primero, tenía que sobrevivir a la cena sin clavarle el tenedor de plata en la yugular.







