—¿Qué te puedo decir? —dijo Lydia, parada frente a mí, imponente—. Una huérfana que vive de limosna nunca le va a ganar a una pareja destinada. No lo soportaba. ¿Por qué una debilucha patética como tú iba a quedarse con todo? ¡Todo esto le pertenece a una guerrera fuerte como yo…! ¿Sabes? Yo sé por qué tu cuerpo es tan débil.
Me miró y sus ojos brillaban con una luz despiadada.
—Desde que tenías doce años, he puesto veneno de acónito en tu comida. Poco a poco, para ir acabando con tu espíritu de lobo. El polvo de plata en tu uniforme, el empujón en el acantilado, las hierbas envenenadas… Todo fue obra mía. Mi obra maestra.
Temblaba de rabia. Deseaba poder levantar la mano y darle una cachetada, pero en cuanto alcé el brazo, me empujó y caí al suelo.
Claro. ¿Cómo podría este cuerpo moribundo competir con una guerrera de élite?
Se agachó lentamente.
—¿Qué? ¿Estás enojada? ¿Te sientes engañada? Qué lástima. Eres demasiado débil para hacer algo al respecto. ¡Ni siquiera tienes la fuerza para matarme!
Me dio unas cuantas patadas más para rematar, con una sonrisa de satisfacción en los labios mientras yo me acurrucaba en el suelo, quejándome de dolor.
—Todos estos años, verte debilitarte día a día, me ha traído muchísima alegría. Y bueno, cuando te mueras, yo seré la única Luna de la manada.
El dolor casi hizo que me desmayara. Lydia salió del cuarto, de un humor excelente.
No tenía ni idea de que mi celular, que había dejado en el buró, estaba grabando. La pequeña luz roja parpadeaba en silencio, capturando cada una de las palabras de su confesión.
A duras penas me levanté del suelo, con la ropa empapada en un sudor helado por el dolor. Miré la grabación y sonreí por primera vez en años.
Por fin, podía hacer que todos vieran quién era Lydia en realidad.
En el último día de mi vida, era hora de que la verdad saliera a la luz.
Al ver la grabación terminada, la envié a Caleb y a mis padres.
Al mismo tiempo, mandé una copia de seguridad a todos los sabios de la manada.
El archivo de audio capturaba cada palabra de Lydia:
“El polvo de plata en tu uniforme, el empujón en el acantilado, las hierbas envenenadas... Todo fue obra mía. Mi obra maestra”.
“Cuando te mueras, yo seré la única Luna de la manada”.
Después, saqué la tarjeta SIM de mi celular y rompí mi enlace mental.
En las últimas veinte horas antes de que mi vida se extinguiera, por fin había hecho algo que valiera la pena.
Ahora, solo quería recorrer mi último camino en paz. El cielo se había oscurecido y el letrero de neón del motel proyectaba una luz chillante.
Arrastré mi cuerpo debilitado fuera de la habitación y caminé hacia el restaurante de Rosa. Era el único lugar del mundo que todavía me aceptaría.
A través de la ventana, vi a Rosa limpiando una mesa, con movimientos suaves y concentrados.
—Señora Rosa —dije, empujando la puerta con cuidado.
Levantó la vista y, al verme, su cara se llenó de preocupación.
—¿Qué te pasa, niña? Estás pálida.
—¿Puedo... puedo quedarme aquí un momento?
—Claro, siéntate y descansa.
Rosa soltó el trapo.
—Te ves muy débil. Voy a prepararte un caldo.
No hizo más preguntas, solo se puso a prepararme comida en silencio.
Esa amabilidad incondicional hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas otra vez.
Rosa me trajo un tazón de caldo de pollo caliente, con verduras frescas y hierbas aromáticas.
—Tómate esto. Te vas a sentir un poco mejor.
Bebí a sorbos pequeños; el líquido tibio le devolvió un poco de calor a mi cuerpo helado.
—¿Por qué no estás en tu casa? —preguntó Rosa en voz baja.
—Ya no tengo casa —respondí en voz baja—. Me corrieron.
Una sombra de dolor cruzó la mirada de Rosa.
—Yo tenía una hija, más o menos de tu edad. Murió en un accidente. Si viviera, sería tan bonita como tú.
Extendió la mano y me acarició el cabello suavemente, como una madre que consuela a su hija.
—¿Me dejarías cuidarte? Solo un tiempo. Deja que una vieja como yo finja que todavía tiene a su hija.
Las lágrimas que había contenido durante años por fin brotaron, corriendo por mis mejillas.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí el amor de una madre. No era porque yo fuera especial o útil. Era solo… amor. Puro e incondicional.
—Ven, vamos a que descanses —dijo Rosa, ayudándome a ponerme de pie.
Su pequeño departamento era sencillo, pero increíblemente acogedor. En la pared colgaba una foto de su hija, una chica con una sonrisa radiante.
Rosa me ayudó a ponerme un vestido limpio y luego me cepilló el cabello con delicadeza.
—Tienes un cabello precioso, parece luz de luna —dijo con ternura.
Me recargué en su hombro, sintiendo una seguridad que nunca había conocido. Hasta el dolor de mi cuerpo pareció disminuir.
—Gracias.
—No seas así, niña —dijo con la voz quebrada por la emoción—. Tú me recordaste lo que se siente ser mamá.
Cerré los ojos, sintiendo que mi consciencia comenzaba a desvanecerse. La llama de mi vida se estaba apagando, pero mi corazón estaba más en paz que nunca.
Al menos en mis últimos momentos, supe que alguien me amaba. Escuché a Rosa susurrar:
—Gracias, querida, por traerme de vuelta a mi niñita, aunque sea por un momento...
Quise responderle, pero ya no tenía fuerzas para hablar, solo sentí que mi cuerpo se volvía cada vez más ligero.
Mi espíritu de lobo se desvanecía, mi espíritu se preparaba para abandonar este cuerpo roto.