Capítulo 2
Me miré la muñeca enrojecida y se me escapó una risa amarga. Debí haberlo sabido. Nunca me creyó, ¿o sí?

Obligué a mi cuerpo enfermo a terminar el ritual por mi cuenta. El día de mi muerte, Caleb recibiría la petición para concluir nuestro vínculo de pareja.

En los últimos tres días de mi vida, rompí nuestro lazo con mis propias manos. Y mi compañero Alfa estaba abrazando a otra mujer, celebrando el triunfo de ella.

Caminé a tropezones de vuelta al hogar del Alfa, aunque no tenía ninguna intención de morir aquí. Solo quería recoger mis pocas pertenencias.

Pero resultó que no había casi nada que recoger. Cuando fui a mi antiguo cuarto, descubrí que lo habían convertido en una bodega desde hacía mucho.

Mi tocador estaba arrumbado en una esquina, cubierto por una gruesa capa de polvo. Los libros y los portarretratos que alguna vez atesoré fueron arrojados sin cuidado en cajas de cartón.

Solo la cama permanecía en su lugar original, pero las sábanas habían sido reemplazadas con una tela áspera y gris. También había un alhajero desgastado. Dentro estaba el único regalo de cumpleaños que Caleb me había dado: una cadena de plata barata.

Me senté al borde de la cama y limpié el polvo de la mesa. Mis dedos se detuvieron en un portarretratos. Era una foto de la ceremonia de mi cumpleaños dieciocho. En la foto, yo llevaba un vestido blanco lunar y mis ojos todavía tenían un brillo especial.

Ahora, esa misma cara estaba pálida, mis ojos llenos únicamente de una quietud mortal. Incluso el vestidor de Lydia era cuatro o cinco veces más grande que esta bodega. Aquí solo aventaban lo que ya no le servía.

La suite destinada para la Luna, mi suite, había sido convertida en el gimnasio privado de Lydia hacía dos años. Tenía el mejor equipo y el ambiente más cómodo.

Y a mí me habían desterrado a esta bodega sin ventanas. El timbre repentino de mi celular me sacó de mis pensamientos.

—Hola, le llamo del Santuario Espiritual de la Bahía del Ángel.

Una voz suave de mujer se escuchó al otro lado.

—Señorita Elena, ¿todavía le interesa la cripta de cristal por la que preguntó? Si deja un anticipo, podemos apartársela por siete días. De lo contrario, se le ofrecerá a otros clientes.

Era el lugar de mi descanso final por el que había preguntado hacía un mes. Rodeado de piedra de luna pura, con un exquisito ataúd de cristal que brillaría bajo la luz de la luna.

Un lugar donde un espíritu de lobo desvanecido podría encontrar la paz eterna. Era el final que tanto anhelaba.

Pero costaba ochenta mil dólares. Le eché un vistazo a los pocos cientos de dólares en mi cartera y me detuve.

—No, ya no la necesito. Gracias.

Cuando colgué, el sonido de la puerta abriéndose me hizo levantar la vista. Caleb entró.

Estaba acostumbrado al aroma sutil y agradable que impregnaba cada rincón de la villa, el aroma único a jazmín y luz de luna que pertenecía a su pareja. Pero ahora, el aire viciado y muerto de este cuarto le repugnaba, llenándolo con una instintiva sensación de pérdida.

Arrugó la frente ligeramente y respiró hondo, tratando de encontrar ese aroma familiar. Pero no había nada. Solo polvo y humedad.

Caleb reprimió su malestar.

—¿Qué fue eso de un santuario espiritual?

Me fulminó con la mirada. Dijo, con una voz dura:

—Ya te lo he dicho. Deja tu jueguito. ¿Sigues con tus dramas para dar lástima? ¿Te parece que esto es un juego?

Yo no quería decir nada, pero una negación instintiva se me escapó.

—Yo no…

—¿No qué? —me interrumpió, su tono se endureció aún más—. Entre tú y yo no hay nada más que hablar. Y no vas a quitarle a Lydia lo que es suyo. Para empezar, hay cosas que nunca fueron tuyas.

Las lágrimas corrían por mi cara. Estaba diciendo que la celebración, el título de Luna, incluso todo el amor, le pertenecían a Lydia.

Pero ¿y las cosas que se suponía que eran mías? ¿Se había olvidado de todo eso?

Levanté la vista, sosteniéndole la mirada.

—Solo quiero preguntarte una cosa. ¿Te acuerdas de mi cumpleaños dieciocho?
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