Las cadenas en sus muñecas pesaban; con gran dificultad seguía la espalda de su captor mientras era empujada por una de las más fieles de la Sacra Corona. Su hombro sangraba: hacía dos días que la herida se le había abierto después de intentar huir de la habitación al enterarse de que la única persona con la que contaba ahí adentro había escapado.
«Espero que nunca la encuentren», pensó. Pero aquella intención le había costado muy cara. Con Darío hecho un demonio por lo ocurrido, se había desquitado con ella, golpeándola y abusando una y otra vez de su cuerpo hasta que terminaba desmayada. Poco a poco empezaba a desconocerse; se estaba rompiendo y caía a pedazos con cada momento que pasaba. Vivir le estaba costando y temía, más que al dolor, perderse a sí misma.
«Estás tardando demasiado, amore». Una lágrima silenciosa se derramó por su mejilla cuando, nuevamente, cayó al suelo de rodillas por un empujón.
—¿Eres imbécil? ¡Levántate, carajo! Das un puto asco —le dijo la mujer a su lado