Livia
Corría con mucho sigilo, mirando de un lado a otro hasta llegar al punto de encuentro. Cerca de la mansión había un pequeño bosque, con los árboles favoritos de mi padre. Era un terreno bastante grande, con una naturaleza muy diversa. Un punto estratégico para realizar las atrocidades de su oficio. Ahora, solo rogaba a las almas de sus víctimas que estuvieran de mi lado para lograr lo que, lamentablemente, ellos no pudieron. En mi primer intento, apenas logré llegar a la mitad de aquel lugar. Pero esta vez era diferente: había estudiado bien el mapa, y ahora alguien me ayudaría a alejarme más rápido. La luna llena brillaba en lo más alto, y eso jugaba a mi favor para guiarme por el lugar y no pisar ninguna serpiente. —¡Dios, ayúdame! —exclamé en voz baja. Mi pulso estaba alterado, la frente me sudaba, y sentía el cuerpo pegajoso por el champán que me habían derramado encima. Solté un suspiro aliviado al divisar el lugar de encuentro. De espaldas a mí se encontraba Salvatore. —Ahí estás —dije al llegar. Él se giró a mirarme de arriba abajo, frunciendo el ceño y, por primera vez, mostrando algo de emoción en su rostro: preocupación. —Rápido, muévete. No tardarán mucho en darse cuenta de que no estás —me sujetó del brazo, llevándome por otro camino hasta salir del bosque a una carretera solitaria y oscura—. Anda, sube. Me empujó hacia el baúl del vehículo. Ni siquiera lo dudé; subí sin perder tiempo. Enterré las uñas en mis palmas, contando cada segundo del trayecto, confiando en que él nunca me entregaría a mi padre. Todos, menos él. Salvatore había sido mi confidente desde que éramos pequeños. Recordaba haber estado enamorada de él. Era muy apuesto, y siempre sentí debilidad por los hombres mayores. Desde joven fue muy protector, y eso me gustaba: sentir la protección y la atención que nunca recibí de mi padre. Una de mis piernas comenzó a temblar, ansiosa. La distracción en mis manos no era suficiente para ignorar el encierro y la falta de oxígeno. Volví a contar mentalmente, intentando ordenar lo que tendría que decirle al Capo de la 'Ndrangheta, eso si sus hombres no me mataban al cruzar su territorio. Debía elegir las palabras correctas. Debía ofrecer algo a cambio para que no me regresara con mi padre. Las lágrimas picaron en mis ojos y me permití soltar un llanto silencioso. Tenía demasiado miedo. Depender de la benevolencia de un mafioso no era algo que me asegurara la existencia. No supe cuánto tiempo transcurrió, pero fue un alivio cuando el auto se detuvo y la puerta trasera se abrió. Ahí estaba él, con el ceño fruncido, tendiéndome la mano. Temblorosa, la tomé, saliendo del baúl con su ayuda y sintiéndome tan frágil que por un momento dudé si sería capaz. —No, no dudes —dijo, como si me hubiera leído los pensamientos—. Eres más fuerte de lo que piensas, Liv. Sé que puedes y ahora, por favor, corre y no te detengas. Que el miedo no te paralice. Y cuando estés ahí, ruega clemencia. No te atacarán si ven que no eres una amenaza. Darío ni tu padre pueden cruzar esa línea, o les volarán la cabeza. —Gracias —susurré, cuando limpió mis lágrimas y depositó un beso en mi frente—. Te debo tanto. —No, soy yo el que debería hacer más por ti —sus ojos me miraron unos segundos más—. Corre, Livia. Ya vienen por ti. Asentí antes de salir corriendo, saliendo de la carretera y adentrándome por la maleza, cayendo al suelo un par de veces, llenándome de barro y sudor. El cielo, como si supiera de mi sufrimiento y se identificara con mi rabia, comenzó a relampaguear y a tronar con fuerza. Las primeras gotas empezaron a caer, y un disparo a lo lejos me hizo sobresaltar. Venían por mí y estaban cerca. No me detuve, ni siquiera cuando la lluvia se volvió agresiva y el barro dificultaba el camino. No me detuve. Mis ojos ardían y el resto de mi cuerpo titiritaba de frío. A lo lejos comencé a divisar el pequeño riachuelo, despejado de árboles y maleza; solo había grandes rocas. Solo debía cruzarlo, avanzar dos kilómetros más... y estaría ahí. Los ladridos de los perros comenzaron a escucharse, junto a los gritos y disparos. No me detuve. No dejé que el miedo me paralizara como la otra vez. Seguí avanzando por la playa de piedras, tropezando con una y cayendo de bruces contra ellas. Mi boca ardió de dolor, un sollozo fuerte salió de mi garganta, y como pude me levanté, ignorando la sangre en mis rodillas y la que comenzaba a sentirse en mi paladar. —¡Livia! —ese rugido tan poderoso, tan aterrador, me hizo avanzar más rápido. No me iba a atrapar estando tan cerca—. Querida, no te escondas, que incluso debajo de las piedras te voy a encontrar. Darío. ¿Cómo habían logrado encontrarme tan rápido? ¿Cómo sabían el lugar exacto donde estaba? Tantos años y aún no terminaba de dimensionar el poder que poseían aquellos hombres. Muchos creían que los políticos eran los dueños del mundo. ¡Ja! Qué patética mentira. Solo eran marionetas. Los verdaderos dueños del mundo yacían en las sombras. La corriente de agua mojó mis pies. Cruzarla no era difícil, ya que era tan estrecha como el ancho de mi cuerpo. Lo difícil era escalar esas rocas húmedas y resbaladizas. Mantuve la calma, ignorando el hecho de que los hombres estaban cada vez más cerca. Despacio, subí hasta estar en terreno plano. —¡Livia! —era la voz de mi padre—. ¡Detente, maldita sea! Giré y lo vi a unos cuantos metros de distancia, junto a una veintena de hombres, entre ellos Darío. Se me hacía difícil descifrar sus rostros, pero no me quedaría a descubrirlos. Con el pulso acelerado, la adrenalina recorriéndome cada fibra, eché a correr sin mirar atrás. Llovía muy fuerte, y por eso su visión fallaba y no lograban atinar ningún disparo. ¡Bien! Que hicieran ruido con disparos jugaba a mi favor: alertarían a los centinelas del clan enemigo. —¡Te haré pagar por esto, querida! Y una m****a. —¿Qué haces?! ¡Livia, detente! ¡Si cruzas esa línea, estás muerta! Para ser de los hombres más poderosos, eran muy estúpidos al no haber comprendido antes cuáles eran mis intenciones. —¡Voy a matar a tu maldita hija, Moretti! ¡Soy tu maldito prometido, para ya! Sonreí para mis adentros al ver, a lo lejos, las luces de las camionetas acercándose. Estaba a punto de encontrar mi libertad... o mi muerte. Daba igual. Ambas eran sinónimos para mí. Mis pies ardían, así como todas las heridas que llevaba en el cuerpo. Veinte metros más. Solo veinte. Los sentía cada vez más cerca. Rogaba que no se decidieran por dispararme, porque esta vez sí atinarían. —¡Por un demonio! Al menos treinta hombres de negro, con armas de alto calibre en mano, salieron de los vehículos. Apuntaban hacia nosotros, listos para disparar si no nos deteníamos. —¡Livia! ¡No te atrevas a cruzar o estarás muerta! No supe de dónde saqué fuerzas ni valor, pero comencé a gritar pidiendo ayuda. —¡Por favor, no disparen! Pero los disparos no vinieron del frente. En el instante en que crucé, un disparo en la pierna me mandó al suelo, cayendo a los pies de aquellos hombres que seguían con las armas en alto. —Deténganse o abrimos fuego —habló uno de ellos. —Vittorio, no buscamos problemas. Solo quiero a mi hija —sollocé en el suelo, sosteniendo mi pierna que no paraba de sangrar—. Permítenos tomarla y olvidamos esto. —Por favor... ayúdenme —les pedí, alzando la cabeza hacia ellos, con mis lágrimas mezclándose con las gotas de lluvia—. Por favor... llévenme con su Capo. Las reglas... —Conozco las reglas, mujer —me cortó con agresividad—. Vete, Moretti. Hasta acá huele la m****a de los Valenti. —Es mi mujer. ¿Sabes lo que se te viene encima si no me la devuelves? —¡No soy tu mujer, bastardo hijo de puta! —grité, sin un atisbo de miedo. —¿Es tu mujer o no? —preguntó el que parecía llamarse Vittorio—. Decídete. —Es mi prometida. —¿Y te la follaste ya? Deduzco que no —rió. Luego me miró con indiferencia y chasqueó los dedos a sus hombres—. Levántenla. —Por favor, te lo ruego... ayúdame. Llévame con tu Capo —comencé a llorar, desesperada. No podían devolverme con ellos. No después de todo lo que había atravesado. —Esa es una buena decisión, Vittorio. Ahorrémonos las formalidades. —Te has aliado con los Valenti, Enzo. Eso te vuelve nuestro enemigo. Y, por lo tanto, no estás en condiciones de pedir nada. —¿Enemigo? Me conocen por mi neutralidad, no... —Tu neutralidad terminó hoy al comprometer a tu hija con este bastardo —me alzaron en brazos—. Ahora eres tan enemigo como él. Tu hija ha entrado por su propia voluntad, y el acuerdo dice que debe ser llevada con el Capo. Él decidirá qué hacer con ella. —¡Has complicado las cosas, mi amor! ¿Recuerdas eso que te dije durante el baile? —un escalofrío recorrió mi espalda—. Sé que sí. Ahora será el doble de satisfactorio para mí... y el doble de doloroso para ti. —Para mañana estará contigo otra vez. Antes me cortaba el cuello. Mi promesa fue silenciosa. Me llevaron a uno de los autos, seguida de Vittorio y otro hombre que se quitó la chaqueta y me envolvió con ella. —Anda, date prisa. Tenemos un regalito de bienvenida para Matteo —le dijo al conductor—. No te creas a salvo, muñeca. Puede que hayas llegado a un lugar peor del que estás huyendo. Quizá sí. Pero no era momento de pensar en consecuencias. Tenía una victoria, y por aquella noche era suficiente. Lo había logrado. Aunque mi cuerpo estuviera a punto de desangrarse, había conseguido llegar. Quien dijo que las mujeres éramos débiles, no sabía a quiénes estaba retando.