Livia
Desde la ventana veía los ramos de flores llegar, el catering desplegarse y los hombres de seguridad ocupar posiciones estratégicas. Huir no sería fácil. Tal vez incluso peor que la primera vez. Mi hombro todavía dolía, al igual que mis pies. Aunque las cremas que María me había traído a escondidas fueron de mucha ayuda. Tenía que lograrlo esta noche, por mi vida que tenía que hacerlo. El miedo que sentía tenía que empezar a utilizarlo a mi favor. Tenía que ser más grande que mi razón para lograrlo. —La tina está lista, señorita —giré distraída y asentí en silencio hacia Beatrice, la chica que me ayudaría a prepararme para mi compromiso—. El vestido ha llegado esta mañana, es hermoso. No respondí. Pensar en que Dario me mirase solo me causaba náuseas. Ni siquiera quería compartir el mismo oxígeno, no quería verlo. Faltaban unas horas todavía y yo no podía esperar a que oscureciera. Quería correr sin mirar atrás. No sabía exactamente hacia dónde, pero definitivamente no era volver a esta casa. No volver a caer en las manos de mi familia o de mi prometido. —Sé lo de esta noche —mis manos se detuvieron a mitad de mi tarea con la esponja. ¿Sabía qué, exactamente?—. María me lo ha contado y me ha pedido que la prepare para la huida. —¿Qué? —Escúcheme. Le pondré un cambio de ropa debajo del vestido y tendrá unos segundos para que se cambie el calzado —de uno de sus bolsillos sacó un papel que desplegó, revelando un mapa de la casa y de la propiedad completa—. Tiene que memorizarlo o no lo logrará. Tiene que ir hacia el sur, a Calabria... —¿Qué me estás diciendo? ¿Calabria? ¡Estaré muerta después de todo! —El señor Dario no la seguirá hasta allá. Es la única salida, me temo. —No, tiene que haber otra —me desesperé, removiéndome en el agua para salir y caminar como una maniática durante unos minutos sopesándolo. Era un suicidio. Si bien la 'Ndrangheta era enemigo a muerte de Darío, no lo era con mi padre. La Camorra se mantenía neutral en el conflicto de hacía muchos años que estos se traían. Entrar al territorio del otro era declarar la guerra abiertamente. Incluso mi padre no podía entrar si el Capo no lo autorizaba... ¡Eso era! Mi padre no podía entrar sin más al territorio calabrés, lo que me daba una oportunidad. Eso, si el Capo se apiadaba de mí. —¿Puedo llegar hasta Calabria? —Sí. Salvatore la llevará hasta una parte del camino. El resto dependerá de usted. Pero debe ser luego de anunciar el compromiso, para que su padre se relaje y piense que todo está bajo control. Asentí, mordiéndome el labio inferior mientras le daba otro vistazo al mapa. Era de toda la provincia. A pesar de estar cerca de la frontera, eran muchos kilómetros de distancia. Podría llevarme toda la noche en llegar, eso si no moría antes. —Tengo miedo, Beatrice. No sé qué harán conmigo si me atrapan. —Tranquila. Tendrá tiempo para tomarles ventaja, pero tiene que ser más fuerte que la otra vez. Sea inteligente, utilice sus instintos y, por lo que más quiera, no haga ruido y no deje huellas. Sea más lista que ellos. Detallamos los últimos aspectos mientras me preparaba para la fiesta, siendo cuidadosas con el tono de voz, teniendo en cuenta cada excusa para escabullirme de la fiesta sin levantar sospechas. Mi corazón iba a un ritmo acelerado. Sentía una sensación de vacío en el estómago y controlar el temblor de mis manos era cada vez más difícil. —Se ve preciosa —me dijo al terminar, admirándome desde cierta distancia. Había recogido mi cabello en una elegante coleta. El vestido era de dos piezas, simulando un corte princesa de color escarlata. Perfecto para esconder el pantalón corto que llevaba por debajo de la falda. —Estoy lista. —Recuerde dónde estarán las zapatillas. No demore. Asentí y le di las gracias. Era consciente de lo que arriesgaban al ayudarme, y esa sería mi deuda de por vida. Les debía al menos llegar con vida al otro lado. Me dejó sola en mi habitación, esperando el momento en que mi padre viniera por mí para presentarme ante todos los invitados y, por consiguiente, entregarme públicamente a Darío Valenti. Una manera de comunicarles a quién pertenecería desde entonces. ¡Vaya m****a! Pasar de uno peor a otro que lo era aún más. Y como si no fuera suficiente, mi única vía de escape era caer en manos de otro mucho más peligroso que esos dos juntos. O eso decían los rumores. Se creía que estaba tomando más poder al tener aliados influyentes, y por eso no era tan descabellado pensar que fuera el único que pudiera ayudarme contra Darío. La puerta se abrió al fin. De inmediato me enderecé y fui al encuentro de mi padre. Detuve el temblor de mis manos y me mostré como siempre: respetuosa y obediente. —Mira qué linda estás —elevó mi mentón—. Sonríe, no puedes avergonzarme, y menos con un aliado poderoso. —Me matará como a sus otras esposas... —Shhh —colocó un dedo sobre mi boca, callándome—. Las mujeres bonitas se ven mejor si no exageran y dramatizan todo. Eres mi hija, no eres cualquiera. Ahora bajemos. No cometas tonterías o el castigo será peor. Sonríe. Asentí, pestañeando para disimular las lágrimas. Para muchas, sus padres eran sus héroes. Para mí, era el villano de mi historia. Entrelazó nuestros brazos y me llevó fuera de la habitación, atravesando los pasillos hasta la escalera que descendía al gran salón donde se llevaba a cabo la fiesta. La música se detuvo, la gente giró en nuestra dirección y abrió paso al protagonista de la noche. Estaba vestido con un traje color acero, combinando su pañuelo con mi vestido. Un detalle pequeño para los demás, y una gran advertencia para mí. Era suya y él decidiría por mí. Bajamos las escaleras con calma, calculando cada movimiento. Con cada paso, una punzada de dolor en la planta de los pies. Muecas que debía disimular con una sonrisa, lo que venía bien con la actuación que debía dar. —Buenas noches a todos. Esta noche no solo celebramos la unión de dos grandes clanes, sino también el fortalecimiento de un lazo que promete mantener la estabilidad, la lealtad y el respeto entre nuestras familias. Es un honor para mí anunciar oficialmente el compromiso entre mi hija, Livia Moretti —la joya más preciada de nuestra familia— y el señor Dario Valenti, Capo de la Sacra Corona Unita, hombre de palabra, de poder y de gran visión. Esta alianza no solo representa una promesa de unión, sino también de prosperidad, de orden y de fortaleza. Livia, como digna hija de nuestro linaje, sabrá honrar su papel, y Dario sabrá recibirla como corresponde: con la fuerza y el respeto que merece una mujer de su estirpe —anunció cuando bajamos el último escalón, tomando mi mano para ofrecérsela a Dario. Mi piel se erizó cuando su mano tocó la mía. Un rechazo absoluto que, por mucho que me esforcé por ocultar, no pareció pasarle desapercibido. —Brindemos por nuestra alianza y por la futura señora Valenti —tomó una copa de champán, alzándola junto a todos los presentes. Y hasta entonces tuve el valor de alzar la vista hacia él, detallándolo como nunca antes. Su presencia siempre me dio temor. Dario imponía miedo a pesar de su aspecto. Era poseedor de una belleza siniestra, paralizante. Facciones duras, angulosas, con una mandíbula cincelada como el mármol y unos ojos claros, afilados, que no mostraban piedad. Su mirada era un arma más: firme, penetrante, la de un hombre acostumbrado a mirar a los demás por encima del hombro o desde el otro lado de un ataúd. Tenía una sonrisa cruel y no se molestaba en ocultarla. —Por los Valenti —alzó la voz mi hermano, dando inicio a una oleada de felicitaciones. —Querida —su tono era engañosamente dulce—, desde esta noche estamos enlazados para siempre —se colocó frente a mí, tomando mi mano y deslizando un anillo con un enorme diamante azul. Su marca. Alzó mi muñeca llevándosela a la boca, helando mi cuerpo que no sabía cómo reaccionar. De nuevo esa respiración descontrolada, la mirada empañándose y esas ganas de salir corriendo ya. No veía la hora de salir de aquel lugar, no importaba el peligro o lo que pasase luego. No quería que él volviera a tocarme y mucho menos que volviese a mirarme como lo hacía en aquel momento. La mirada de un depredador observando a su presa, listo para lanzarse a su yugular. —Estás preciosa —se inclinó un poco para susurrar en mi oído—. Te he observado tan bien para atinarle a tu talla. Ronroneó, provocándome arcadas. —Hay que bailar —dije con la voz temblorosa, recordando el itinerario que mi padre hizo para mí. No debía hacer nada que no estuviera en esa lista. —Eres mi reina —pegó sus labios, por unos segundos, en mi hombro—. Tus deseos siempre serán cumplidos. Sujetó mi cintura y me guió hasta la pista de baile. Mis ojos se movieron inquietos por todo el salón. Había muchos invitados, lo que facilitaría mi huida. —¿Sabes? No veo la hora de llevarte a tu nuevo palacio —canturreó, poniéndome más nerviosa—. Y profanar esa carita de ángel que tienes. Oh, no te imaginas lo que voy a disfrutarlo. Nos movimos al ritmo del vals, bajo la atenta mirada de mi padre. Vigilando que no pusiera en duda su honor. —Yo... —colocó un dedo sobre mi boca, callándome. —Eres pura, o al menos eso espero —me dio una mirada siniestra—, porque comprenderás, querida, que un hombre como yo no podría permitir que mancharan su honor... —No debes preocuparte por eso —si seguía hablando, terminaría arruinando todo el plan. —El hombre que se atreva a mirarte lamentará haber nacido —la canción se terminó y nos detuvimos. Era momento de aceptar las felicitaciones cada uno por su lado—. Eres mía ahora, aunque no esté completamente oficializado. Si te dejas tocar... —sacudió la cabeza—. No querrás que eso pase. Y se alejó, dejándome sola en la pista. Me mordía la lengua para no soltar todo lo que pensaba, gritarle a él y a todos que yo no era un animal por el que podían decidir qué hacer y qué no. Decirle a la cara que era un maldito monstruo, enterrarle mis uñas en la cara para borrarle esa sonrisa que aborrecí desde el primer momento. Y hacerle tragar aquel anillo que pesaba en mi mano. —Relájate, ¿quieres? —mi hermano me habló por la espalda y fue hasta entonces que fui consciente de mi postura. Mi espalda estaba erguida, completamente tensa, y mis manos estaban hechas puños que apretaba con demasiada fuerza. —Iré por algo de tomar —dije, mezclándome entre la multitud. Me distraje buscando entre el servicio a Beatrice y sin resultados. No había rastro de ella, ni tampoco de María. —Livia —la voz de mi padre me sobresaltó, ocasionando que chocara con el chico de la bandeja de champán, bañándome con la bebida y echando a perder mi vestido. —¡Ah! —me quejé, sintiendo el líquido deslizarse por mi escote—. ¡Qué desastre! —Lo siento, señorita Moretti —comenzó a disculparse el chico, recogiendo todo y mirándome con mirada de pena. —Padre —murmuré angustiada, girándome hacia él, mirándolo con disculpa para que no me fuese a regañar—. L-lo siento, yo... —Ve a cambiarte. Vuelve rápido —dijo fastidiado. Me dio una última mirada y se dio la vuelta, volviendo con los invitados. Sonreí para mis adentros. Era la hora de poner en marcha nuestro plan. Era ahora o ahora. Me escabullí entre la gente, saliendo del salón y desviándome al pasillo que llevaba a las habitaciones del servicio. En el camino me deshice de los tacones para no hacer ruido, siguiendo cada paso del plan. Encontré las zapatillas que calcé lo más rápido que pude, quité la falda y la lancé a un trastero junto a los zapatos. Me moví sigilosa por el resto de pasillos hasta llegar a la salida. Afuera estaba completamente oscuro y no había ni un solo guardia. La adrenalina comenzaba a recorrer mis venas, el terror era mi mayor motor. Saldría de ese lugar. Por mi madre, no volvería jamás a esa casa. No giré hacia atrás. Mis pies, como si tuvieran vida propia, comenzaron a correr hacia el bosque. Mi instinto despertaba, y mi mente no podía pensar en otra cosa que huir de aquel infierno. ¿Cobarde? Eso jamás. Preferiría morir antes que resignarme a aceptar una vida que no quería. Antes que permitir que ese hombre me volviera a poner una mano encima. Podían llamarme la Rosa de la mafia. Pero las rosas tienen espinas. Y las mías... harían sangrar a todo aquel que intentara tocarme.