Capítulo 3

Livia

Diez minutos después, me bajaron de la camioneta dándome un leve empujón que me sacó un gemido de dolor. La herida del hombro punzaba y la pierna por poco no la sentía. Por culpa de la adrenalina había estado ignorando el dolor, pero el efecto no duraría mucho, así como tampoco mi consciencia si seguía desangrándome.

—Camina —dijo Vittorio, sujetándome del brazo.

Me habían traído a un lugar todavía más apartado de la ciudad. Estaba oscuro, rodeado de camionetas costosas y, al fondo del camino de tierra, se levantaba un viejo edificio con dos custodios en la puerta.

Al ver al hombre a mi lado, abrieron de inmediato. Adentro el ambiente era asqueroso; el olor a moho, cigarro y cocaína me provocó arcadas. Había muchos más hombres, igual de intimidantes que los de allá afuera, mirándome como quien mira a una presa fácil. Mi corazón latía deprisa y la bilis subía a mi garganta, imaginando lo que podían hacer conmigo. En verdad, no contemplé demasiado las consecuencias si el capo de la 'Ndrangheta no se apiadaba de mí.

«¿En qué estaba pensando cuando decidí venir aquí?», me cuestioné internamente. Si el capo decidía ayudarme, podría enfrentarse al ego herido de Darío, y eso no era buen augurio.

—¿Dónde está Matteo? —preguntó a uno de los hombres que se encontraba empacando cocaína junto a tres mujeres que, no para mi sorpresa, no tenían aspecto de estar obligadas a estar en aquel lugar.

—En su oficina. Ha llegado hace un momento y ha pedido que carguemos antes del amanecer.

—¿Qué tenemos para esta noche?

—Quinientos kilos de cocaína y cincuenta de heroína. El barco zarpará al amanecer —el hombre dirigió su mirada a mí—. ¿Quién es?

—¡Ah! Un regalito que nos trajo el viento. Es para Matteo.

—A Matteo no le van los cadáveres. La chica está desangrándose.

Vittorio me dio una mirada rápida, desinteresada, y lo suficientemente indiferente como para que le importara una m****a que me estuviera muriendo ahí mismo. De igual manera, me llevó hasta la que parecía la oficina de su capo. Tocó dos veces y aguardó unos segundos, hasta que una voz masculina y grave le dio el pase.

Mi visión se estaba tornando borrosa. De mi frente corría un sudor frío que se mezclaba con el agua que escurría de mi cabello, y los escalofríos que ni la gran chaqueta que llevaba encima podían calmar. Estaba titiritando. Si no moría desangrada, moriría por hipotermia.

—Mira lo que ha venido a ti —Vittorio me empujó nuevamente, y la debilidad de mi cuerpo era tanta que no pude sostenerme en pie y caí al suelo, justo delante de unos muy bien lustrados zapatos.

—¡Ah! —grité de dolor, mi cuerpo haciéndose un ovillo, incapaz de recomponer la postura. Más humillante no podía ser aquel momento. Ni siquiera había podido verle la cara al hombre, ni tenía la fuerza suficiente para hablar y pedir su clemencia. Sentía cómo mi alma atormentada estaba cansada de luchar, presintiendo que todo mi esfuerzo era en vano y que el universo solo se estaba riendo de mí.

—¿Qué es esto? ¿Quién es esta chica, Vittorio? —ni siquiera había logrado ver el rostro de mi nuevo verdugo, pero su voz bastó para encogerme de miedo. Emanaba una autoridad incuestionable, seca y certera, como un disparo.

—Esta chica ha cruzado la frontera de nuestro territorio. Era perseguida por Darío Valenti y su padre, Enzo Moretti —alcancé a oír a lo lejos, desde el suelo donde seguía lanzando suaves quejidos de dolor—. Tal parece que es la prometida de Darío, y por las pintas, me atrevería a decir que ha huido en plena fiesta de compromiso.

—¿Eres imbécil, Vittorio? ¿Por qué carajos me traes a esta mujer al borde de la muerte? Rápido, llama a Fabio —ordenó con tanta potencia que me causó otro escalofrío, lleno de terror, angustia e incertidumbre.

Sentí cómo me alzaron y me depositaron en algo mullido. Sentía cómo se deshacían de mis prendas mojadas, causando un pánico que fue en aumento cuando mi cuerpo no respondía, cuando mis manos no podían impedir aquella acción. Quería gritarle que no me tocara, que no se atreviera a desvestirme y escupirle en la cara. Pero no reaccionaba; estaba al borde de la total inconsciencia y de la desesperación absoluta.

—No haré nada, maldita sea. Solo estoy quitándote toda esa m****a mojada para que no te mueras —escuché que murmuraba con fastidio.

Un pinchazo en mi brazo fue lo último que sentí antes de perder por completo la consciencia, reprochando mi decisión tan desesperada como último pensamiento. Había sido realmente estúpida.

El tiempo transcurrió, y para cuando recuperé la consciencia, me exalté al no reconocer el lugar. Flashes de los recuerdos me hicieron incorporarme de inmediato. Furibunda, observé a mi alrededor: una oficina tétrica, la misma que recordaba, pero en aquel momento algunos rayos de sol se filtraban por las ranuras de la puerta.

Intenté levantarme, pero un leve mareo me devolvió al sillón. «Tranquila», me dije a mí misma para no entrar en pánico. No sentía ninguna incomodidad anormal, más allá de las heridas ahora vendadas y curadas. Fue entonces cuando recordé que me habían quitado la ropa, y que ahora vestía lo que parecía una camisa de hombre. Me había visto desnuda. Pudo hacer algo, y no lo hizo.

Hice otro intento para levantarme, esta vez siendo más cuidadosa. Di pequeños pasos, buscando una salida o vía de escape, pero en aquella estancia no había más que aquella vieja puerta roída por el tiempo. Me cubrí los ojos con las manos cuando esta se abrió, y la claridad me quemó los ojos. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Ya había amanecido.

—Has despertado —esa voz, de nuevo—. ¿Tienes idea del pequeño desastre que has causado con tu huida?

Inconscientemente di un paso atrás, pegando contra el escritorio que estaba a mis espaldas. Temerosa, aparté la mano de mis ojos y, armándome de valor, me atreví a verle por primera vez. Mi respiración se estancó al contemplar al hombre frente a mí, poseedor de un encanto siniestro que provocaba diversas emociones, y ninguna era buena. No solo su voz imponía autoridad, todo él lo hacía. Era la encarnación del peligro y el poder. Una mezcla ambiciosa y oscura.

—¿Cómo te llamas? —volvió a preguntar, cerrando la puerta y caminando despacio hacia mí. Su semblante era sereno, como si el problema del que hablaba no implicara nada para él—. Responde.

—Livia —tragué grueso. No podía dejar de detallarlo, atenta a cualquier movimiento que me pusiera en riesgo. Con solo una de sus manos podría acabarme. El hombre era muy grande y musculoso.

—Livia Moretti, ¿por qué has venido aquí? No soy un salvador, deberías saberlo —por alguna razón, no estaba siendo brusco. Tal vez pensaba que alguien tan débil como yo no requería tanto esfuerzo para ser eliminada—. Tu padre exige tu devolución. De lo contrario, vendrán a por ti por la fuerza. ¿Qué crees que debería hacer?

Con los ojos inquietos me atreví a mirar los suyos, quedándome helada al ver la oscuridad desatada en ellos, tan profunda y vacía al mismo tiempo.

—Yo... —mordí mi labio inferior con fuerza, nerviosa por la incertidumbre de mi destino—. Pido su clemencia, señor. No me devuelva a mi padre, por favor. Él... me matará, me entregará a Darío, que para mí es lo mismo o incluso peor que la muerte. Yo sé... —tragué grueso sin dejar de verle—, sé que nadie puede entrar a su territorio sin autorización. Era la única manera de... de salvarme.

—Eres la prometida de Darío —sus ojos se dirigieron al anillo que llevaba en mi dedo anular—. Eso te marca como suya, ¿lo sabías? Nadie se mete con la mujer de un capo.

—No soy la mujer de ese puto sádico —solté rabiosa, sacando esa misma valentía que me había llevado allí—. ¿Qué maldita parte de "no somos un objeto" no entienden los putos hombres?

Mis ojos picaban, pero no por miedo, sino por rabia. Por indignación ante el trato que se nos daba a las mujeres en la mafia.

—Sin embargo, sigues llevando eso que te marca —señaló el anillo—. Dime algo, Livia: ¿qué me darás a cambio de tu protección?

Al escucharlo solté una risa, olvidando que mi vida pendía de un hilo. De todas maneras, estaba arruinada. No volvería a rogarle por su protección si era lo que esperaba, no volvería a caer a sus pies como la noche anterior.

—No voy a follar contigo —respondí con crudeza, haciéndole sonreír un poco—. Tampoco tengo algo que ofrecerte. No tengo absolutamente nada. Lo único que tengo para ti son peticiones.

—Vaya, ¿dónde has dejado el miedo del principio?

—¿Dónde? —negué con la cabeza—. Mira mi situación: salí de un infierno para caer en otro. Ya sea que llore, que tiemble de miedo o me ponga a tus pies, harás lo que te salga de los cojones sin importar lo que diga o haga.

—Entonces no tienes miedo —se movió por la habitación, rodeándome como si fuera un animal en exposición, mirándome con curiosidad.

—Lo tengo, maldita sea. Cualquiera en mi lugar estaría temblando de miedo, estaría con el caño de tu arma en la sien pidiendo que la mates. Pero yo... yo estoy cansada de vivir con miedo, de actuar por miedo. Y lo único que tengo claro es que quiero la puta cabeza de Darío, porque mientras él viva, yo no podré encontrar un atisbo de paz en este puto mundo.

Busqué sus ojos, plantándole cara, con el corazón a mil por hora, sintiendo el terror calar mis huesos, pero armándome de valor para cumplir mi juramento de no morir como una cobarde.

—Sé de su enemistad. Sé muy bien de tu poder y cómo estás escalando en este —solté el aire que tenía retenido—. Y si yo fuera un hombre inteligente, aprovecharía esta situación para declararle la guerra de una puta vez.

Entonces él sonrió grandemente, mostrando sus alineados dientes, dejando al descubierto su belleza masculina, casi inhumana con esos rasgos de dioses. Su cabello castaño desordenado, cejas pobladas, mandíbula cincelada con barba bien cuidada, labios gruesos. De su cuello, la tinta de diversos tatuajes se perdía en su pecho cubierto por un traje a medida, desprendiendo elegancia salvaje. Matteo Vescari no solo era peligroso por su poder y su aura siniestra, sino también por esa belleza sobrehumana que podría llevarte a la perdición.

Acortó la distancia que nos separaba, tocando mi mentón con delicadeza y elevándolo hacia arriba, mirándome con escrutinio, preparándome para oír mi condena.

—Es por eso que vas a casarte conmigo, y no con él. Preciosa, has sido el detonante de una guerra que hará sangrar a tres clanes y pondrá de rodillas a dos. Y el mío nunca se arrodilla ante nadie —pero nada me preparó para escuchar aquello. Mis piernas temblaron, mi respiración se detuvo y mi cuerpo entero se congeló—. Prometo traerte la cabeza de Darío y Enzo... pero, a cambio, quiero tu absoluta lealtad.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP