Livia
Furiosa, lo empujé con fuerza. ¿Cómo se atrevía a jugar conmigo de esa forma? Me había llevado a ese estado de desenfreno solo para dejarme con todas las hormonas alborotadas. Sentí mis mejillas arder, una mezcla de vergüenza e indignación. Me levanté del sofá y caminé apresurada hacia las escaleras. No quería verle, no tenía el valor de mirarlo a la cara.
—Livia... —me llamó, pero no giré.
—Livia, ven aquí.
—Vete al puto infierno, Matteo Vescari —solté. Terminé de subir y me encerré en el baño de un portazo. Me metí bajo la ducha, olvidando que llevaba el pecho al descubierto. La vergüenza se duplicó.
Cerré los ojos y dejé que el agua empapara mi cuerpo. Me quité lo que quedaba de ropa y la lancé al cesto. Poco a poco, mi respiración recuperó su ritmo normal, mi mente comenzó a aclararse y la frustración sexual desapareció. Al final, había conseguido lo que él quería: que se lo pidiese. Maldito controlador de mierda.
¿Qué le costaba tomarme y ya? No le daba un valor especial a