capítulo 22

Los Ángeles no dormía. Bajo las luces de neón, los callejones parecían multiplicarse como venas enfermas que latían al ritmo de la violencia. Para cualquiera, la ciudad era un monstruo insaciable; para Giulio Romano, era su terreno de caza.

Su regreso no pasó desapercibido. El nombre de “el Romano mayor” corría de boca en boca en bares clandestinos, mesas de póker ilegales y pasillos donde la música y el alcohol eran cortinas para tratos de sangre. Nadie ignoraba que estaba de vuelta, y menos aún, que su propósito era claro: encontrar a Franco.

En el puerto, dentro de un viejo edificio industrial convertido en su centro de operaciones, Giulio observaba mapas extendidos sobre una mesa metálica. Fotografías en blanco y negro, anotaciones apresuradas, líneas rojas que trazaban un laberinto de movimientos recientes.

—Se mueve en la zona este —explicó su lugarteniente, señalando con el dedo un barrio repleto de bodegas—. Informes dicen que Franco estuvo allí la semana pasada.

Giulio apoyó
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