Permanecí donde estaba, consumido por la angustia, aunque obedecí a madre.
Poco después oí el grito de Risa, largo y ahogado, como si apretara los dientes para contenerlo. Sonaba como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano a pesar del dolor que le causaba. Mendel y Milo aparecieron de la nada a mi lado, me sujetaron los brazos y me obligaron a retroceder hacia los sillones.
Otro grito desgarrador de Risa llenó los aposentos de madre, y escuchamos con claridad a la anciana ladrando con sus cajas destempladas.
—¡Puja! ¡Puja! ¡No gastes fuerza en gritar! ¡Sujeten sus pies!
Al tercer grito sofocado, no pude contenerme más y me incorporé de un salto.
—¡Madre! —llamé angustiado.
—Mael, ¿escuchas a tu hijo?
Bajé la vista, concentrándome, pero no oía nada en mi mente.
—No, ¿t&uacu