Cenamos todos allí, platicando y bromeando en un ambiente distendido que resultaba un bálsamo para mi espíritu. Me daba gusto ver tan bien al clan de Ragnar. Y tal vez por sus talantes despreocupados, alegres, y por las semanas que pasara con ellos en el norte, me sentía cómoda, en confianza, algo que a veces me costaba en el castillo.
Mientras comíamos, manteníamos un ojo en los más pequeños. La actitud de Sheila había hecho que los otros cuatro le perdieran el miedo a los bebés y trataran de jugar con ellos. Y cuando eran bruscos sin darse cuenta, ella les lanzaba un tarascón para llamarlos al orden. Hasta que a todos los ganó el cansancio y se echaron a dormir frente al fuego. Entonces, los bebés se acurrucaron contra ellos y se durmieron también, muy tranquilos.
—Necesitamos más cachorros por aquí —suspiró Ragnar.
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