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Las rubias encargadas de vigilarme permanecían medio ocultas entre los árboles, mientras yo disfrutaba la tibia brisa del atardecer a orillas del estanque, los pies descalzos en el agua. La cascada se precipitaba por el costado del barranco a sólo diez metros, salpicándome la cara y los brazos.

Ahora que me daban dos comidas por día, y tenía un poco más de energía, me despertaba más temprano, de modo que Kaira había mandado habilitar la puerta de mi madriguera en el torreón. Se abría a una escalera estrecha y empinada, que descendía como un espiral siguiendo las paredes de la torre hasta la planta baja del castillo, cerca de la modesta cocina y los dormitorios de los sirvientes.

Y por ahí bajaba yo cada tarde, ansiosa por aprovechar esas dos horas al aire libre hasta que caía la noche. Recogía mi colación en la cocina, donde los humanos que encontraba me hacían profundas reverencias, y salía apresurada.

Kaira no olvidaba mi frustrado intento de fuga a orillas de

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