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Me despertó un brusco sacudón, y lo primero que vi al abrir los ojos fue la amazona que ladraba más que hablar, con un dedo cruzando sus labios para indicarme silencio y un candil en la otra mano. La habitación estaba sumida en una penumbra crepuscular.

Cuando me senté rascándome la cara, mirando alrededor para recordar dónde estaba, me señaló mis botas y la puerta, dio media vuelta y salió a largos trancos, aunque sin hacer un solo ruido. Un vistazo a la cama me indicó que su sigilo se debía a que Olena todavía dormía.

Me incliné para calzarme, fue como si todo diera vueltas, y tuve que volver a erguirme con los ojos cerrados, presionándome el nacimiento de la nariz y respirando hondo hasta que pasó el mareo.

Era el vino. Nunca bebía, y sabía que aun rebajado me haría efecto. Por eso lo había tomado, para que me ayudara a ignorar a Olena teniendo sexo y chupándole la sangre a ese hombre a pocos pasos. Y para que me ayudara a conciliar el sueño. Lo que no había

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