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Nos detuvimos al alba junto a un arroyuelo que bajaba de la colina. Estábamos cerca del linde del bosque, donde los árboles raleaban en el límite con tierras desiertas, secas, cubiertas de matas de hierbajos y arbustos achaparrados.

Las amazonas desmontaron, y mientras los caballos abrevaban, se quitaron sus amplios mantos blancos. Entonces vi que los usaban doblados al medio, y que extendidos eran lo bastante amplios para improvisar toldos que podían atar a troncos o piedras para usar de tiendas.

Olena y las amazonas que me capturaran se montaron una tienda con espacio suficiente para las tres, y en cuestión de minutos estaban durmiendo profundamente dentro. Las dos amazonas corpulentas que llegaran con Olena permanecieron despiertas, montando guardia y cuidando a los caballos.

—Duerme allí —me dijo una, que ladraba más que hablar, señalando las sillas de montar bajo un árbol.

No que tuviera demasiadas alternativas. Me acomodé como pude entre las raíces

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