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Hambre. Frío.

Era lo único de lo que podía ser consciente.

Me hice un ovillo, desnudo bajo la manta que me echaran encima.

La jaula traqueteaba y se balanceaba. No sabía cómo la transportaban, porque estaba cubierta por una gruesa lona oscura.

No estaba seguro cuánto hacía que me habían capturado. ¿Una semana? ¿Diez días? Mi mente jamás había recuperado la lucidez por completo desde que cayera en la red de los pálidos, y el hambre feroz que me torturaba sólo contribuía al embotamiento. Vivía a oscuras, los ojos vendados, confinado a un silencio mental y físico como nunca antes experimentara gracias al collar de plata que cargaba. Mi cuerpo iba del dolor al entumecimiento sin tregua durante horas y horas.

Estaba tan débil y atontado que ni siquiera se molestaban por encadenarme. Me habían puesto anchas bandas de

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