No sé cuántas horas viajábamos por día, ni cuánta distancia recorríamos, ni en qué dirección.
En algún momento nos deteníamos. Eso siempre me despertaba, porque era el momento que más esperaba cada día. Me llevaban al interior de una amplia tienda, donde Alfonse retiraba la lona, abría la jaula y me soltaba los tobillos para hacerme salir. A juzgar por la luz que llegaba al interior de la tienda, eso solía ocurrir al atardecer.
Alfonse me descubría los ojos para enfrentarme con una sonrisa que los primeros días me provocaba escalofríos. Su mirada me recorría como quien admira una joya ajena, que en secreto ansía poseer.
Acercaba un brasero encendido y me ponía delante un plato de carne apenas cocida y un cuenco de agua. Mi única comida del día. Me dejaba devorar mi ración, que por un rato acallaba los ru