Ronan P.O.V
El silencio que siguió a las primeras palabras de Joric fue algo sagrado, casi santo. Era el silencio de un mundo que termina. No con un rugido ni un grito, sino con la muerte lenta y metódica de un alma.
Joric estaba frente a mí, su cuerpo un paisaje familiar y querido que había conocido desde que éramos cachorros peleando en la tierra. Pero el mapa había sido redibujado en fuego infernal. El pelaje de su rostro era un gris enfermizo y parcheado, y sus ojos—los ojos que habían reído conmigo, sangrado conmigo, mantenido la línea conmigo—eran dos vacíos esmeralda en llamas. Eran los ojos de un desconocido. Los ojos de Vigo.
“La… Reina… debe ser… asegurada.”
Las palabras eran una parodia gutural y rota de la voz profunda y resonante de Joric. No eran sus palabras. Era un comando. Una línea de código ejecutada en la carne de mi hermano.
Mis guerreros, los últimos de los Lobos Plateados, estaban congelados en un cuadro de horror. Sus aromas eran una tormenta caótica de incredul