El silencio en mis habitaciones era un depredador.
Acechaba entre los amplios espacios vacíos, una criatura nacida de mi propia culpa. Las sábanas de seda sobre mi cama se sentían como hielo, los muebles majestuosos se alzaban como lápidas en la oscuridad, y el aroma de mi propia piel —limpia, masculina, alfa— me resultaba ajeno. Aquella era la suite del Alfa, el corazón del poder de la Manada del Lobo Plateado, y se había convertido en mi prisión.
Tres días.
Habían pasado tres días desde que el mundo se había roto en aquel balcón.
Tres días desde que me quedé inmóvil, observando cómo arrastraban a mi compañera lejos de mí.
El vínculo era ahora un nervio desgarrado que latía en mi pecho. Ya no era el cálido y constante zumbido de la conexión, sino un dolor sordo y punzante, hecho del sufrimiento de ella y de mi propio fracaso. Podía sentirla, una luz débil y temblorosa en el fondo de mi mente, pero distante, amortiguada por la piedra y su desesperación. Me estaba cerrando la puerta. O