Aurora camina por el pasillo con una bandeja entre las manos para llevar alimentos a Anita. Desde la muerte de Rixio parece un alma en pena, un espectro que camina de un lado a otro arrastrando los pies envuelta en una caperuza de color negro. Cabizbaja y triste, el pan aún humea, el jugo vibra con cada paso. Lleva tres días repitiendo la misma rutina: dejar la comida en la mesita de luz, hablarle a Ana con suavidad, recibir un gesto mínimo como respuesta y marcharse en silencio. La mujer no habla, no come casi nada, y no se quita la caperuza negra que le cubre el rostro. Aurora lo atribuye al luto. A la desgracia de la muerte de Rixio.
Golpea la puerta con los nudillos.
—¿Señora Anita? —pregunta, como siempre.
Silencio.
Gira el picaporte, la habitación está vacía y en penumbra. La cama se encuentra intacta. Mira a su alrededor buscándola, se percata de la ventana abierta. El abrigo colgado le despierta el instinto. La bandeja del día anterior sigue en la mesita, con el pan intacto y