Emily respira profundamente antes de bajarse de la limusina. El vestido que luce es recto y sin mucha elegancia, pero es lo único que tiene. Su guardarropa consta de tres pantalones vaqueros, un puñado de camisetas, la mayoría con el logo de la universidad de St. Johns. No se ha preocupado en adquirir más que uno o dos vestidos porque en realidad nunca sale. Las fiestas o clubes no son para ella.
Agradece que el chofer se haya decantado por el estacionamiento subterráneo y el ascensor personal. No desea levantar especulaciones ni comentarios de pasillo entre sus compañeras de trabajo.
—Pase adelante, señorita Campbell —el hombre que la acompaña se comporta como un caballero.
La deja caminar delante de él. Abre y cierra las puertas donde se encuentre, dentro o fuera del auto. Tiene cara de ogro, según la expresión de seriedad que mantiene, pero nada se compara con la cara de su jefe.
Y es que Nicolay Romanov parece salido de una película de mafia al estilo Los Intocables. La puerta del ascensor se abre y el caballero la deja ingresar primero. Se mantiene alerta. Vigilante. Le parece extraño, pero no es un tema de interés para ella. Se lo reserva.
—Si no necesita nada más, Boss, me retiro —expone al ver arribar a Nicolay, perfecto y elegantemente ataviado con su traje pulcro y costoso.
—Gracias, Darko —responde sin mirarlo, con la vista fija en el rostro de Emily—. Mantente cerca por si te necesito.
El hombre solo asiente y, haciendo una reverencia para su jefe y luego a ella, sale caminando elegantemente, cerrando la puerta a su espalda.
—Buenas noches —dice Emily con voz plana.
—En la habitación de invitados se encuentra su atuendo. Vaya a vestirse.
—Ya estoy vestida.
—Entiendo —se pasea como un depredador tratando de asustar a su presa. Y lo está logrando—, pero ese vestido no es apropiado para la ocasión —su voz profunda y aterciopelada acaricia la poca piel que deja ver el vestido que luce—. Es muy sencillo, y hoy cerraremos un negocio millonario.
—¿Cerraremos?
Emily arruga el entrecejo. No entiende nada de lo que pretende el hombre.
—Así es —le habla al oído sin tocarla, y un estremecimiento de miedo, anticipación y algo más que no identifica, la golpea—. He decidido que hoy será mi amuleto de la suerte.
El vestido negro que encuentra en la habitación le ajusta como si hubiera sido hecho para ella. Largo, con una abertura lateral que sube hasta el muslo. No es vulgar, pero tampoco es algo que usaría por voluntad propia. A su lado, unos tacones de aguja y un collar de diamantes.
Se cambia con manos temblorosas. Se mira al espejo. No se reconoce.
Cuando sale, Nicolay la observa sin decir palabra. Su mirada recorre cada centímetro de su cuerpo, pero no hay deseo. Hay cálculo.
—Perfecta —dice al fin—. Vamos.
La limusina avanza por las calles de Manhattan. Emily va en silencio, con las manos sobre las piernas. Nicolay revisa documentos en su tablet. El chofer toma una ruta que ella no reconoce. No van hacia ningún restaurante ni hotel. Van hacia el sur, donde los edificios pierden brillo y las luces se vuelven más escasas.
—¿A dónde vamos? —pregunta.
—A uno de mis casinos. Quiero que vea algo.
—¿Algo como qué?
—Como la razón por la que está aquí —la observa por un instante.
El vehículo se detiene frente a un edificio de fachada discreta, sin letreros ni luces llamativas. Dos hombres armados abren la puerta. Nicolay baja primero. Luego le extiende la mano. Ella duda, pero la toma.
Al entrar, el contraste la golpea. Luces rojas, mesas de juego, música suave pero inquietante. Hombres trajeados, mujeres con vestidos diminutos, copas de cristal y humo en el aire. El lugar huele a dinero, a poder… y a peligro.
—Sígame de cerca —dice Nicolay.
Camina con paso firme entre las mesas. Todos lo saludan con respeto. Algunos bajan la mirada. Otros se apartan. Emily lo sigue, sintiéndose fuera de lugar.
Llegan a una sala privada. Nicolay abre la puerta. Dentro, hay una mesa de póker. Cinco hombres juegan. Entre ellos, su padre.
—Papá… —susurra Emily.
Everest Campbell tiene la camisa desabotonada, los ojos rojos y una copa en la mano. No la ve. Está concentrado. Nervioso. Sudando.
—¿Cuánto lleva perdido? —pregunta Nicolay.
—Ciento veinte mil. Y sigue apostando —responde uno de sus hombres.
Emily se lleva la mano a la boca.
—¿Cómo consiguió ese dinero?
—Crédito. Que otorga el casino.
Ella lo mira, horrorizada.
—¿Por qué?
—Porque es un negocio. De eso se trata, de otorgar confianza al cliente y luego. Nos la devuelve.
Everest lanza las cartas. Pierde. Golpea la mesa. Maldice. Pide otra ronda.
—¡No puede ser! —grita Emily—. ¡Deténganlo!
—Ya es tarde —dice Nicolay—. Ahora debe pagar.
—¡No tiene cómo!
—Entonces tendré que cobrarle con sangre.
Emily lo mira, paralizada. Su cuerpo tiembla copiosamente. Nicolay no sonríe. No bromea.
—No… por favor —susurra ella—. Haré lo que sea. Lo que sea. Pero no le haga daño.
Nicolay se acerca. La toma del mentón con suavidad.
—¿Lo que sea?
Ella asiente, con lágrimas en los ojos.
—Entonces compórtese como alguien que entiende las reglas. Esta noche, estará a mi lado. No como camarera. No como estudiante. Como mi acompañante. Y no quiero objeciones.
Emily traga saliva. Está atrapada.
—Sí, señor —dice.
***
La reunión se lleva a cabo en el salón principal del casino. Nicolay entra con Emily del brazo. Todos lo observan. Algunos la miran con deseo. Otros con curiosidad. Ella mantiene la mirada baja.
El lugar es una mezcla de lujo y decadencia. Sofás de terciopelo, lámparas doradas, mesas con botellas de licor caro y bandejas con sustancias que no necesita identificar. Mujeres con vestidos que apenas cubren lo esencial se sientan en las piernas de hombres que hablan de negocios turbios.
—No bebas nada —le susurra Nicolay—. No hables con nadie. Solo sonríe cuando yo lo haga.
Ella asiente. Se sienta a su lado. Él comienza a hablar con un hombre de acento europeo. Discuten cifras, porcentajes, territorios. Emily no entiende nada, pero capta el tono. No hay amistad. Hay poder. Negociación. Amenazas disfrazadas de cortesía.
—¿Y ella? —pregunta uno de los hombres.
—Mi amuleto de la suerte —responde Nicolay.
El hombre ríe. Le ofrece una copa. Emily la rechaza con una sonrisa tensa.
—Tiene carácter —dice él.
—Por eso está aquí —responde Nicolay.
La noche avanza. Emily observa. Aprende. Siente miedo. Pero también algo más. Está en un mundo donde las reglas son otras. Donde su padre ha apostado su vida… y ella está pagando el precio.
Cuando la reunión termina, Nicolay la lleva de nuevo a la limusina. No habla. Solo la observa.
—¿Entiendes ahora? —pregunta.
—Sí —responde Emily, con voz quebrada.
—Entonces no vuelva a discutir conmigo. Cada vez que lo hace, alguien pierde. Y no siempre será tu padre.
Ella lo mira. No sabe si odiarlo o temerlo. Pero sabe algo: si quiere sobrevivir, tendrá que aprender a jugar.