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Capítulo 2: El día que todo comenzó… otra vez

El primer aliento no fue dulce. Fue fuego.

Tala se incorporó de golpe en su cama, jadeando, con el corazón desbocado como si hubiera corrido por días. El sudor empapaba su piel, pero no era fiebre… era la memoria. Una memoria que no debería existir.

Miró sus manos temblorosas. Las reconocía. Las conocía. Pero no eran las de la Tala que murió. Eran más jóvenes, más suaves… intactas. No estaban marcadas por los latigazos, ni por las cadenas. No estaban ensangrentadas por el parto que nunca llegó a término.

Estaba en su habitación. La misma cabaña dentro de la manada del norte. Afuera se escuchaban los cantos de los cuervos y el crujir de las ramas con el viento helado. Todo parecía igual, pero no lo era. Ella no lo era.

—Volví… —susurró, y en su voz temblaba una mezcla de miedo y furia—. M****** sea… volví.

Se incorporó lentamente, como si temiera despertar de un sueño, pero cada paso, cada olor, cada grieta en la madera del suelo confirmaba lo imposible: la luna la había enviado de regreso.

Recordó su muerte.

Recordó los gritos.

Recordó el frío del suelo y la sangre caliente entre sus piernas.

Recordó cómo Ruddy apartó la mirada.

Recordó el rostro satisfecho de Tania.

Recordó todas las veces en la que fue humillada e ignorada.

Su estómago se revolvió.

—No otra vez —murmuró—. No dejaré que pase otra vez.

Pero debía ser cautelosa. No podía actuar como si lo supiera todo. No todavía. Tania no había llegado aún, ¿verdad? Aún había tiempo. Quizás esta vez podía impedirlo.

Se asomó a la ventana.

Y entonces la vio.

Dos figuras se acercaban desde la frontera de la manada. Una era Ruddy, su esposo, su alfa. Alto, con los hombros firmes y la mirada decidida. La otra… una mujer envuelta en un abrigo negro, con el rostro ligeramente inclinado, fingiendo debilidad.

Tania.

El corazón de Tala se detuvo.

No había tiempo. Todo comenzaba de nuevo… justo hoy. Había renacido al día en que Tania llegaba a la manada.

Tala salió de su habitación y bajo a la sala de estar para recibir a Ruddy.

Ruddy cruzó el umbral de su hogar con una energía extraña, como si llevara algo precioso. Tala lo observó desde la entrada, fingiendo confusión, como si fuera la primera vez que veía a aquella mujer. Aunque por dentro, sus colmillos ya pedían sangre.

—Amor —dijo Ruddy, con una sonrisa casi culpable—. Necesito hablar contigo.

Tala se obligó a asentir. Sus labios se movieron por inercia, pero no respondió. Su mirada estaba fija en Tania, que se mantenía ligeramente detrás del alfa, con una expresión de víctima perfectamente calculada.

—Su nombre es Tania —dijo él—. Es… una sobreviviente. Su manada fue masacrada anoche. Yo mismo la encontré en el límite sur. Estaba herida no podía dejarla allí sola. Tiene sangre noble, y sus heridas…

Tania levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de Tala.

Y por un instante, Tala juraría que la otra lo supo.

Esa mirada… esa ligera inclinación de cabeza, como si la reconociera de algún rincón oculto del universo.

—Gracias por recibirme —dijo Tania con una voz suave, temblorosa, dulce como el veneno.

Tala tragó saliva y se obligó a sonreír.

—Es un honor proteger a quien lo necesita —murmuró—. Bienvenida a la manada.

“Por ahora.”

Las horas siguientes fueron como revivir un déjà vu continuo. Cada palabra de Ruddy, cada gesto de Tania, cada paso dentro de la aldea… todo estaba repitiéndose con una precisión casi cruel. Era bastante incómodo.

Solo había una diferencia: ella ya no era Ezra.

Ese nombre impuesto por Tania cuando comenzó a arrebatarle todo ya no tendría poder sobre ella. Ahora era Tala, la hija del curandero y la escudera, la loba destinada a ser reina… no mártir.

Caminó hacia el bosque al anochecer, necesitaba estar sola, respirar, entender.

Cuando estuvo lejos de la aldea, cayó de rodillas.

La tierra la recibió cálida, como si la conociera.

Un murmullo de viento la acarició.

Y entonces lo sintió.

El escudo.

Una fuerza invisible la envolvió desde el pecho, expandiéndose hasta la piel. No era una barrera física, era ancestral. El mismo poder que alguna vez tuvo su madre… ahora lo llevaba ella.

Los poderes de otros ya no la tocarían.

—Gracias, madre… —susurró, con lágrimas cayendo por sus mejillas—. Gracias, luna.

No era la misma loba que había muerto rogando por su vida.

Ahora tenía un propósito. Un plan.

No sería humillada ni se arrodillaría otra vez.

Esa noche, en la cena comunal, Tania fue presentada oficialmente a la manada. Ruddy la sentó a su lado, pero mantuvo su brazo alrededor de Tala, como si eso la hiciera sentir segura. Ella sabía que era por costumbre, no por amor.

Tania sonreía con humildad. Ayudaba a recoger platos, hablaba en voz baja, se mostraba frágil. Todos caían en su encanto como moscas a la miel.

Pero Tala no.

Ella veía más allá del disfraz.

Y cuando los ojos de ambas se cruzaron otra vez, supo que la guerra había comenzado… desde el primer día.

Esa noche, antes de dormir, Ruddy acarició su cabello.

—Estás extraña —le dijo—. ¿Todo bien?

Tala giró lentamente hacia él. Su rostro era una máscara de dulzura.

—Solo estoy cansada. La noticia de la masacre… me afecta.

Él la besó en la frente.

—Eres tan compasiva, mi amor.

Ella no respondió. Porque en su interior, un ejército de rabia y propósito comenzaba a marchar.

Esta vez no perdería.

Esta vez nadie la callaría.

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