Alejandro
La vi desde el auto apenas cruzó el patio. Su cabello recogido con descuido, la camisa medio arrugada, la falda demasiado corta. Ella. Tan jodidamente provocadora sin saberlo.
Y entonces lo vi a él. Ese mocoso de rostro aniñado que se paró frente a ella, como si tuviera derecho a mirarla así. A hablarle así.
El mundo se me volvió rojo.
Ella le sonrió. No era una sonrisa coqueta. Pero era una sonrisa. Y eso bastó para que me hirviera la sangre.
Saqué el teléfono. Mis dedos temblaban, pero no de duda: de contención.
¿Quién es ese imbécil?
La observé desde lejos mientras lo escuchaba. Sentí que algo se me rompía adentro. Algo salvaje. Algo que solo ella había despertado.
Cinco minutos. Estoy en el portón. Sube al auto.
No estaba dispuesto a compartirla. Ni con miradas. Ni con palabras.
Isabella era mía, aunque el mundo no lo supiera aún.
Y cuando la vi acercarse, con esa expresión entre desafiante y sumisa, supe que ella también lo sabía. Y le gustaba.
Se subió al auto sin deci