Regina tenía unos ojos preciosos. Cuando estaba contenta, se arqueaban en una sonrisa que contagiaba alegría a cualquiera. Pero en ese momento, los tenía inundados de lágrimas, con el blanco enrojecido por el llanto incesante que dejaba al descubierto su tristeza.
Gabriel la observó así y sintió piquetes en el corazón. Se desabrochó un botón de la camisa y se apartó de ella.
Poco después, se escuchó el sonido de una puerta al abrirse y cerrarse.
Se había ido.
Ella se levantó, se arregló la ropa, se secó las lágrimas y continuó guardando sus cosas en la maleta.
Gabriel bajó, subió a su carro y se sentó en el asiento del conductor a fumar. Desde ahí, vio a Regina salir del edificio arrastrando su maleta.
Ya había caído la noche y un viento fuerte levantaba hojas y ramas del suelo. Parecía que iba a llover.
Él arrugó la frente, pero de todos modos encendió el motor y la siguió a una distancia prudente.
Regina caminaba muy despacio, llorando mientras arrastraba la maleta, sin darse cuenta