La Osamenta del Diablo
La Osamenta del Diablo
Por: Rhosdel
Primera Parte - Capítulo I

Edgar H. S. Rhosdel

La Osamenta del Diablo

Portada: Raúl Manríquez Gardéa

 raulman Ilustracion

ã Edgar Hernández Sotelo

ã Editorial Aldea Global

Primera Edición 2019

Todos los derechos reservados

La Osamenta del Diablo

Colaboradores:

Diseño de Portada: Raúl Enrique Manríquez Gardea

Editor Literario: Aarón Castañón Holguín

Editado y producido en Chihuahua, México.

Por: Editorial Aldea Global

Sao Paolo 2105, Frac. Jardines del Norte

Chihuahua, Chih., C.P. 31130

Tel: 614 410.8486, Email: editorial@aldeaglobal.mx

ISBN: 978-607-9339-99-9

Copyright© 2019, Todos los Derechos Reservados

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro bajo ningún medio electrónico o mecánico incluidos fotocopias, grabaciones magnéticas, grabaciones digitales o cualquier sistema de almacenamiento de información o recuperación sin permiso escrito del autor, en los términos de la Ley Federal del Derechos de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables.

A mi madre, que a pesar de tantas tormentas

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PRIMERA PARTE

I

«¿Cree que soy una persona al igual que usted o su esposa? ¿Alguien que respira o camina? Oh, pues déjeme decirle que si lo cree así es porque es un idiota, y no tiene más que mierda en la cabeza, comisario. Yo podría estar violando a su pequeña niña… o degollándola mientras usted lee esto…», esta sería la carta que el comisario Gregorio Sotelo Rodríguez encontraría en su habitación el día trece de abril de 1921, pero por el momento él lo desconocía por obvias razones, y era mejor así, después de todo, ¿qué hombre anhela con fervor la fractura de su tranquilidad para darle la bienvenida a la tempestad? Quizá muchos, los más temerarios, pero él no.

Corría el día sábado 19 de febrero del año 1921. Apenas pasaban de las cinco de la mañana con treinta minutos. La mañana era fresca, tanto que Greg salió de su casa en calzoncillos, encendió un cigarrillo y le dio solo un par de caladas para después tirarlo. Entró de nuevo, y una vez bajo el cálido abrigo de su hogar, se preparó un café más negro que la noche misma y lo bebió de un sorbo.

Metió un par de leños a la estufa para avivar el calor. Antes de volver a las cobijas y hacerle el amor a su esposa, salió de nuevo a echar una meada no muy lejos de la puerta. Las cálidas gotas de orina le salpicaron ambas piernas. Se limitó a pasarse el pie enfundado con el calcetín para limpiarse.

Rocío se estremeció al sentir el cuerpo helado de su esposo abalanzarse sobre ella. El frío quedó extinto bajo las sabanas una vez que los besos abundaron y su pene exploró esa cavidad estrecha y profunda. Al terminar, durmieron un poco, o al menos él, que tenía algunos asuntos que hacer en la comisaría.

Al ponerse los pantalones y su camisa, deslizó su áspera mano por los muslos de Rocío; su piel se sentía tersa, delicada y suave. Se atrevió a subir más, solo hasta que tuvo los pezones entre sus dedos, los apretó con suavidad y los soltó cuando su esposa emitió un ligero gemido de dolor. Greg sonrió.

Antes de irse, se preparó un segundo café. Le gustaba el café tanto como un buen cigarro, y siempre lo bebía antes de salir de casa. Algunas veces atribuía estos hábitos a su edad, no tenía demasiados años, pero tampoco podía andar haciendo pendejadas. Estaba en el punto intermedio (o al menos eso quería creer).

Entró al cuarto de su hija, quien aún seguía dormida; hecha bolita entre las cobijas. Al acercarse a darle un pequeño beso en la mejilla pudo notar cómo salía vapor de su pequeña boca en cada una de sus exhaladas.

Una vez más, llenó su vaso con café y salió de la casa, no sin antes atizar las brasas.

Eran, aproximadamente, las seis con treinta minutos, y lo supo porque el sol apenas y comenzaba a mostrar un leve halo de luz allá en el horizonte. Le hacía falta un buen reloj, esos de manecillas que había visto en la ciudad de Chihuahua. Pero eso, por el momento, podía esperar.

Al tiempo que se alejaba de su casa, lo alcanzó un dolor en el estómago que casi lo obligó a doblarse y tirarse al suelo. Esperó unos segundos a que pasara, y luego salió del pueblo y se metió entre unos mezquites para cagar. El frío era tan áspero que en pocos segundos dejó de sentir sus testículos, y el culo se le entumeció.

Al llegar a la comisaría quizás iban a ser ya las siete. El sol escalaba el cielo con lentitud.

José (su ayudante) se encontraba adentro. Siempre llegaba temprano, y no era debido a que fuera una persona responsable, claro que no, era porque Greg así lo ordenó. En el momento que el chico decidió ofrecerse como ayudante, apenas dos años atrás, Gregorio le dio las llaves y le indicó que si quería ser tan bueno como él, y ocupar su lugar una vez que Greg decidiera dejar el cargo, o peor aún, estirara la pata, debía comenzar con el buen hábito de levantarse temprano. Hasta el momento (a excepción de dos ocasiones en las que los días anteriores se puso hasta el culo de ebrio) había cumplido con su regla. Era un buen chico, no podía quejarse de eso. A su edad, Greg ya se había puesto unas borracheras bastante vergonzosas, pero José era tranquilo, responsable y dedicado al trabajo, a diferencia de los mierderos de Julio y sus dos amigos.

—Buenos días —saludó Gregorio al verlo sentado en el escritorio. El chico fingía leer los reportes de la semana anterior.

—Buenos días, señor —respondió, levantándose de inmediato y extendiendo su mano para saludarlo.

—Un nuevo día, y vaya que será difícil.

—¿Por qué lo dice? —preguntó con un dejo de extrañeza. El tonto muchacho llevaba días, incluso semanas, pensando que en el centenario del pueblo todo sería paz y tranquilidad. Greg tenía sus dudas el respecto, pues era evidente que no sería así. El pueblo Iturbide estaba de fiesta ese día, y justo caía en sábado. Si a los habitantes les gustaba beber cada fin de semana, con la excusa de relajarse después de laborar en los cultivos o el ganado, el centenario de la fundación del pueblo sería la ocasión perfecta para ponerse hasta la coronilla. Y vaya qué excusa, pensó Greg.

—Olvídalo. ¿Alguna novedad por la noche? —cuestionó Greg, ignorando la pregunta anterior.

—Sin eventualidades, señor —respondió tan cordial como siempre. A veces creía que su amabilidad era más por compromiso que por cualquier otra cosa.

—Entonces esperemos que siga así. —Se sentó en la silla a terminar su café, y encendió un cigarro.

El pueblo Iturbide (llamado así en honor al primer emperador de México, Agustín de Iturbide en 1821, fecha en la que coincidió y se levantó la primera casa en ese lugar) que también era conocido como el pueblo de los Arroyos (ya que dos de estos pasaban a cada lado del pueblillo, los cuales la mayor parte del tiempo estaban secos), tenía a su lado noroeste, y a más de 35 kilómetros, a la ciudad de Chihuahua, y del lado sureste, más o menos a la misma distancia, se encontraba la Villa de Meoqui. También a escasos doscientos o trescientos metros pasaba la vía del ferrocarril.

Era un pueblo pequeño con apenas setenta y tres habitantes, los cuales trabajaban en el campo y ganado para poder alimentar a sus familias.

La mañana se fue lenta. Entre ambos cerraron los registros que se habían llevado a cabo durante la semana. Que no fueron más que nimiedadades como algunas gallinas desaparecidas el martes pasado y que ese mismo día dedujeron que fueron atacadas y devoradas por animales como coyotes o quizás algunos gatos salvajes. Con respecto a este tipo de casos, que se repetían una y otra vez cada dos o tres semanas, Greg ya estaba cansado. Les indicó a los dueños de las malditas gallinas que debían de construir un corral con el fin de que estas no se alejaran de las casas, pero la gente era desidiosa y estúpida. De modo que si siguen desapareciendo y muriendo gallinas y putos gallos no me vengan a joder con que haga algo al respecto, se dijo. Ya había pensado no volver a hacer caso a este tipo de reclamaciones, pues la culpa era y seguiría siendo de los dueños (aunque ellos no lo pensaran así), a menos de que dejaran entrar un poco de razón a sus huecas cabezas.

En una ocasión, Pedro Sánchez, un maldito campesino y gallinero de mierda, fue hasta la comisaría para enfrentar y amenazar a Greg. Le dijo que si no mataba a los coyotes de un disparo, el que recibiría el tiro sería alguien más. Para Gregorio esto fue suficiente como para indicarle a José que sujetara a Pedro: lo encerraron ese mismo día. Y mientras aquel cabrón lo miraba con ojos coléricos desde el interior de la celda, Greg le comentó:

—No voy a matar a ningún coyote cuando ya se te había indicado que levantaras un maldito corral para tus pulguientas gallinas, Pedro.

—¡Me importa un puto bledo tu corral! —le gritó aquella vez.

—Entonces a mí me importan un puto bledo tus gallinas —dijo. Claro que Greg no empleó estas palabras con exactitud, pues era el comisario, y uno de sus principales objetivos era mantener el respeto entre los habitantes del pueblo—, y deja de venir una y otra vez a querer joder con lo mismo.

—De modo que ahora te gustan los coyotes. ¿Sales por las noches a cogértelos o qué? —le respondió Pedro, aunque Greg solo sonreía. Cada una de sus palabras, carentes de razón, aumentarían su tiempo dentro de la celda. Si dependiera de Greg, lo dejaría ahí hasta que se pudriera.

—Sigue ladrando, cabrón, y verás que cuando salgas no encontrarás ninguna puta gallina en tu casa —le dijo (de nuevo, no con estas palabras), y luego salió de la comisaría con una sonrisa de oreja a oreja.

Claro que después de ese día, Gregorio tuvo que andarse con cuidado. Aunque Pedro no guardó rencor, tampoco siguió su consejo. Al contrario, él mismo se encargó de matar a los coyotes que estuvieran cerca. Solo fueron dos, los cuales aparecieron frente a la puerta de la casa de Greg unos días más tadelante.

Después de eso, los avistamientos de coyotes eran cada vez más escasos, sin embargo, esa semana fue la excepción con dos ataques. Se podía espantar a los animales salvajes, pero el peligro y el miedo infundado solo duraba unos cuantos días en sus cabezas, luego volvían como si nada hubiera ocurrido.

Aparte del tema de los coyotes, Rodrigo, un jodido y nefasto borracho que al parecer no tenía nada mejor que hacer el jueves por la madrugada, comenzó a gritar y festejar el centenario de su pueblo, aunque los gritos se volvieron alarmantes cuando dijo: «Porfirio Díaz debería volver de su tumba». El idiota gritó como si los años que duró en el poder hubieran sido del todo buenos, claro, lo habían sido, pero mantener esa racha limpia e impecable por más de treinta años era casi imposible. El hombre quizás subió a las vías, se cayó y terminó golpeándose la cabeza con los durmientes o el acero. De ahí es que se le metió, casi forzado, el estúpido pensamiento de que Díaz debía volver de su tumba de Europa o de dónde mierdas estuviera. A Greg no le molestó esto, pues no guardaba mucho odio al expresidente, pero no todos los del pueblo opinaban lo mismo, así como un pueblerino no podía ir a una ciudad a pregonar su fiel y eterno apoyo a Villa. En fin, debido a que no solo alteraba el orden, sino también el plácido sueño de Greg, se vio obligado a salir y encarcelarlo. Al día siguiente aseguraba por Dios mismo que sería incapaz de apoyar al Porfiriato, palabras que poco le importaron al comisario pues ya había pegado los parpados gran parte de la noche.

Si por alguna razón existía el orden dentro del pueblo Iturbide, era debido a que Gregorio no tenía un ápice de tolerancia, aunque la mayoría de los habitantes eran demasiado tranquilos, y debía agradecer por este temperamento.

—¿Usted cree que el general Enríquez acuda a la celebración? —preguntó José luego de unos minutos de revisar y acomodar las hojas.

—Lo dudo. Conoces la economía del estado, tiene mejores cosas que hacer en lugar de venir a un pueblo olvidado detrás de los cerros.

El muchacho asintió al escucharlo, aunque su rostro no se notó muy convencido por la respuesta del comisario. Quizá creía, muy dentro de su ser, poder ver por primera vez al gobernador ese día.

Consumida una hora entre papeleos, finalizaron los reportes y guardaron todo en carpetas. Gregorio le dijo a José que era muy probable que ese fin de semana ocurriera algo, por lo que no quería que se mezclaran los reportes de los otros días con los días diecinueve y veinte de ese mes.

No le importaba si esa noche una bola de animales decidía ponerse hasta atrás y empezar a provocar a los demás, podían hacer lo que quisieran entre ellos, y si a uno se le ocurría reventarle la cabeza a otro a punta de golpes, bien lo podía llevar a cabo, el problema radicaba en que este tipo de cosas ocurría pasadas las doce de la noche, cuando Greg se encontraba dormido. Eso era un problema mayúsculo.

Greg encendió un cigarrillo más, y José le pidió uno. Cerraron la comisaría y se encaminaron por la calle arrojando humaredas al igual que el ferrocarril que avanzaba con lentitud a lo lejos y que al mismo tiempo creaba un sonido áspero y ensordecedor al tocar la bocina. Greg se acomodó su sombrero cuando una ráfaga de aire helado los golpeó de frente.

Quizás ya pasaban de las ocho de la mañana. El sol, que ya estaba suspendido más arriba en el cielo, apenas comenzaba a calentar. Los vientos helados no flaqueaban ante su presencia.

Las calles estaban limpias. Las personas aseaban sus patios y agregaban pequeños adornos para festejar ese día como ningún otro. Papeles de color verde, blanco y rojo colgaban de las puertas y ventanas de algunas casas.

Dejaron atrás la pequeña calle Independencia y giraron a la derecha sobre la calle Agustín. De ahí siguieron hasta la plaza Morelos.

—¡Buenos días! —gritó el comisario tan alto que todos los que trabajaban alrededor de la plaza interrumpieron sus labores y giraron sorprendidos.

—Buenos días. Hasta que se animan a salir de la cueva, ya los imaginaba con pelos y garras —bromeó Raúl Ortega Díaz, un sujeto agradable y buen amigo de Greg. Era padre de dos niños menores de diez años: Francisco y Manuel, este último era el más pequeño. Ambos se encontraban jugando en los árboles que estaban alrededor.

—Teníamos algunos papeleos que organizar. ¿Cómo van con la decoración? —La voz de Gregorio retumbó por toda la plaza.

—Acabamos de comenzar —respondió, y se acercó hasta ellos para saludarlos, no sin antes acomodarse el sombrero.

—¿Van a decorarlo todo ustedes solos? —le preguntó Greg al recorrer el lugar con la vista. Otras personas se encontraban en el lugar, como Manuel Pérez junto con su esposa Carmen y su hija María del Carmen (la cual tenía quizás unos diecisiete años además de unas piernas tan largas y hermosas que ocultaban un secreto casi mortal donde se juntaban, y un par de tetas tan grandes como las de su esposa Rocío), los cuales no eran suficientes si querían acabar temprano.

—Nos turnaremos, un par de horas cada quien. No es tan difícil como parece —respondió al tiempo que daba media vuelta—. Oye, Greg, me comentó Manuel que vio un par de jabalís cerca del Mezquite, ¿te parece bien si vamos a cazarlos uno de estos días?

—Los jabalís no hacen nada más que joder las siembras, están mejor dentro de cazos con agua hirviendo —respondió, y rio sin preocupaciones con un cigarrillo apagado entre sus dedos. Lo encendió y continuó escuchando, como si su trabajo se limitara a eso.

José caminaba en círculos dentro de la plaza, parecía supervisar las decoraciones.

—Bien dicho, para el lunes por la tarde ya estarán sazonados y servidos en grandes platos. Apuesto a que si Pedro se entera de que vamos a cazar jabalís en lugar de coyotes se va a encabronar —soltó una carcajada, y siguió haciendo lo suyo. A Raúl le gustaba hablar, pero le gustaba aún más trabajar, y que las cosas se hicieran de la forma indicada. Quizás por esa razón es que tenía más de veinte cabezas de ganado bien alimentadas a pesar de los cerros secos que se cernían alrededor.

Los hijos de Raúl iban y venían de un lado a otro: fingían que eran caballos que galopaban sobre el cemento de la plaza. Otorgaban cierto ambiente de relajación al trabajo, aunque más que trabajo, eso para Raúl era hacer las tareas de la casa (que con toda seguridad su esposa Guadalupe llevaba a cabo en esos momentos), tan fáciles como insignificantes.

—¿Ya sacaste a pastear las vacas? —preguntó, dándole la tercera calada al segundo cigarrillo que prendía dentro de la plaza.

—Las saqué desde las cuatro de la mañana, y ayer les corté algo de pastura que había dentro del arroyo. Este sábado y domingo quiero relajarme —respondió, limitándose a mirarlo. ¿Con ponerte hasta el culo será suficiente? Se cuestionó Greg, y soltó una risa entre dientes. Sin embargo, debía admitir que Raúl no era un sujeto al que le gustara beber en demasía.

—Ya veo, salúdame a tu esposa —respondió, y dio una vuelta a la plaza antes de irse.

Los cerros a su lado derecho se alzaban áridos sobre la pequeña loma donde descansaban los rieles del ferrocarril.

La mañana era helada, pero esa apacible frescura, en ese día, relajaba.

Le llegaba el aroma del estiércol de los marranos y las vacas que tenían las casas que estaban a la orilla del pueblo, distancia que no sobrepasaba los doscientos metros.

El ambiente comenzaba a teñirse un tanto pintoresco debido a la gran cantidad de colores que no solo adornaban las casas, sino también las calles y poco a poco la plaza Morelos. El día tenía buena pinta, y a Greg le agradaba esta tranquilidad. Realmente esperaba que ese día acabara sin eventualidades, pero parecía algo increíble, pues una vez llegada la tarde, el licor y la cerveza empezarían a derramar de los tarros, y aquí es donde las cosas se teñirían de un color desagradable. O quizás solo estaba pensando puras idioteces sin sentido y preocupándose por algo que no sucedería en realidad.

Tanto el comisario como José se dirigieron hacia la iglesia. En la cual estaban algunas mujeres decorando la puerta y los barandales. Dentro de ella se encontraba Rocío, su esposa, y el sacerdote Ismael.

—Buenos días, padre —saludó Gregorio.

—Buenos días, hijo. —Hizo una reverencia que fue bien respondida tanto por Greg como por José—. La misa de celebración será a las doce. Espero verlos por aquí en lugar de apartarse y recluirse en la comisaría.

—No se preocupe, ya hemos terminado con los asuntos importantes. Además todas las personas estarán aquí —dijo, y aunque no fue una pregunta, el sacerdote asintió con la cabeza. Ambos sabían que el trabajo para el comisario era escaso. Muy escaso de hecho.

Hablaron un poco más de asuntos menos importantes. La hija de Greg corría de un lado a otro junto con otras dos pequeñas y un niño. Luego se alejaron del lugar, no sin antes hacer una reverencia ante la cruz.

Greg era el tipo de hombre que rara vez dejaba algo inconcluso. Era capaz de devanarse los sesos por darle solución a lo que sea que se presentara. Solo que los últimos años iba viendo cómo toda aquella inteligencia se iba hasta el fondo de la mierda misma. Con un pueblo tan pequeño y tranquilo que no exigía demasiado, era normal oxidarse un poco. Una mísera parte de él pedía a gritos que sucediera algo ese día, pero al dejar que estos deseos florecieran, se estremecía y volvía a fracturarlos para evitar que siguieran propagándose.

Caminaron por todas las calles y saludaron a casi todos los vecinos. El frío los acompañó en su camino.

A eso de las once de la mañana entró al pueblo una carreta jalada por dos caballos: era Héctor, comerciante del pueblo. Una o dos veces a la semana salía hacia la ciudad de Chihuahua, montado en su carreta con el fin de comprar tequila, dulces, comida, queroseno, cigarros, entre otras cosas. Salió la noche anterior por unas botellas de tequila, las suficientes para que duraran sábado y domingo. Tal decisión intranquilizó a Greg, ya que ese puto alcohol podría ser la razón de que algo sucediera.

A las doce del mediodía se llevó a cabo la misa con casi todos los habitantes dentro de la iglesia, los que no cabían se encontraban de pie aglomerados alrededor de la puerta. El padre Ismael debía gritar con fuerza para que su voz llegara hasta ellos.

Se agradeció a Dios por el centenario del pueblo, además también se pidió salud y lluvias para que ese año fuese productivo en cuanto a cosechas, y estas plegarias finalizaban con un estruendoso amén que retumbaba los cristales.

Debido a que los arroyos casi siempre estaban secos y no corría ningún río cerca, los hombres debían de sembrar poco llegadas las primeras lluvias del año, ya que se corría el riesgo de que la lluvia fuera escasa, y que la planta se secara o no diera una buena cosecha. Por lo cual, se sembraba maíz si llovía lo suficiente y de esta se cosechaban elotes, mismos que se llevaban a la ciudad para vender. También se guardaba y se consumía dentro del pueblo. En caso de que la planta no creciera mucho y el grano no se desarrollara, se daba como alimento para el ganado. Unos cuantos más sembraban frijol, y a lo largo de las orillas de los arroyos se tenía por costumbre sembrar cañas y calabazas.

El sacerdote siguió con su sermón. Al terminar la misa se encendió la leña y se comenzó a preparar la carne. La fiesta daba inicio, las botellas de tequila se abrieron y los vasos se llenaron. En pocos minutos el aire quedó impregnado de un aroma que solo la carne sazonada y sobre las llamas podría brindar. Jesús Pérez y su hijo, Jesús Antonio Pérez, comenzaron a tocar con emotividad sus guitarras, y unos valientes más se animaban a cantar.

—¿Sigue creyendo que algo va a salir mal, señor? —preguntó José cuando se acercó hasta Greg, quien miraba con ojos severos. En realidad todo estaba muy tranquilo, aunque la fiesta apenas iniciaba.

—No lo sé, pero dejemos que despegue más —respondió, y se alejó del lugar, no sin antes ordenarle a José que cuidara en su ausencia.

Podría ser demasiado pronto como para alarmarse, y es que la mayoría de los hombres apenas y llevaban dos vasos de tequila, pero era mejor no esperar nada desde un inicio.

Casi todos los habitantes estaban en la celebración. Los ancianos, señores y señoras con sus respectivos hijos, el padre Ismael con su sotana oscura que lo protegía del aire sutil pero helado que en ocasiones galopaba hasta ellos para estremecerlos. También se encontraba el doctor Alvídrez, que solo bebía agua para refrescar la garganta y seguir cantando a todo pulmón. Incluso una joven pareja que no soltaba sus manos en lugar de estar en cualquier otro sitio a fin de aprovechar la distracción de sus padres. Así es, casi todos estaban ahí, pero faltaba alguien… tres mejor dicho: los cabrones de Julio Sánchez, Juan González y Ricardo Pérez, que probablemente estaban en alguna parte de los arroyos fumando a escondidas de sus padres, o quizás robando alguna casa o golpeando a un puto perro. Son tan idiotas que bien podrían estar haciendo cualquiera de estas últimas dos cosas a pesar de que todo el pueblo está aquí y no habría a nadie más a quien culpar, se dijo, dejando a sus espaldas la plaza Morelos.

No dio con ellos ni los llegó a ver en las vías o cerca de los arroyos, pero luego de unos veinte minutos de búsqueda sin buenos resultados, los encontró en la entrada del pueblo, parecía que vigilaban el lugar y sus alrededores. Estaban fumando, y una vez que vieron al comisario apagaron y arrojaron los cigarrillos.

—Espero que hayan pedido permiso a sus padres —dijo Greg al acercarse hasta ellos.

—¿De qué está hablando? —preguntó Julio en medio de los otros dos idiotas. Era el mocoso que más detestaba de los tres… o mejor dicho, de todo el pueblo. A sus escasos trece años era ya toda una mierdita altanera, y se creía muy superior a cualquier persona. Lo peor de todo es que con el apoyo de los otros dos no encontraba detenimientos para hacer las pendejadas que quería.

—¿Tienen licor aquí? —continuó una vez que los tuvo frente a frente, a escasos dos metros.

—¿Licor? Ni siquiera sabemos lo que es. ¿No tiene a alguien más a quien molestar, comisario? —respondió, y los demás rieron. Greg se encabronó y se acercó a Julio, estiró su brazo con el fin de sujetarlo de la camisa harapienta.

—Deja de estar jodiendo, Julio, saben bien que no pueden estar fumando ni bebiendo licor. Héctor nunca les vende nada de eso, así que si lo tienen aquí es porque lo han robado. ¿Dónde está? —gritó sin soltarlo.

—Déjeme en paz, aquí no hay nada, y si no me cree póngase a hacer su trabajo y revise por su cuenta. Ya es momento de que vaya haciendo algo en lugar de solo caminar por el pueblo y sentarse con el idiota de José dentro de la comisaría.

—Tienes un gran problema de actitud, muchacho. Espero que esos putos cigarros se los hayas robado a tu jefe, porque si Héctor pone el reporte de que se le perdió aunque sea un mísero cigarrillo, sobre ti caigo, maldito mocoso de mierda.

—Buena suerte con eso, comisario —se entrometió Juan. Pronunció esta última palabra con un tono petulante y desagradable.

Greg soltó a Julio, y dirigió una mirada a cada uno de los chicos, los cuales lo miraban con una sonrisa bien marcada en sus malditas caras.

—Ya veremos —respondió, y se largó enfurecido.

En realidad no había nada de malo con que estuvieran ahí perdiendo el tiempo, incluso le importaba aún menos el que estuvieran fumando, pero si los cigarrillos fueron robados de la tienda de Héctor, tendría que hacer algo al respecto. Era quizás la primera vez que los veía tan tranquilos, pero con el simple hecho de tener que enfrentarse a esos mierderos, le llegaba una ira que no estaba ahí en ningún otro momento. Y es que siempre tenían algo absurdo que hacer, no importaba con qué fin, pero siempre existía algo.

—Jodidos mocosos —susurró, y se alejó a paso lento.

En su camino hacia la plaza Morelos por la calle Agustín, aún se oían a sus espaldas las risas interminables de Julio, Juan y Ricardo. Solo los ignoró por más nefastas y fastidiosas que fueran.

Algo ajeno a ellos ocupó un nuevo lugar en sus reales preocupaciones: un par de gritos agudos lo alarmaron y erizaron su piel, estos lograron extraerlo de esa maldita ira para sumirlo en un miedo atroz y desconocido.

Trotando a pasos cortos, emprendió su marcha, no sin antes lanzar un par de miradas hacia atrás; pudo distinguir cómo Julio hacía algunas señales con sus manos, pero no supo decir con exactitud qué significaban, aunque sí se dio una idea.

Corrió algunos metros más, no demasiados ya que de pronto se encontró tan cansado que comenzó a arrojar gargajos en todas direcciones. Se detuvo y encendió un cigarrillo para emprender la marcha de nuevo. A pesar de desconocer el origen que creaba aquellos gritos, algo extraño lo invadió y al mismo tiempo lo incomodó. Fue como si anteriormente ya hubiera tenido un sueño que le advirtiera de ese momento, pero ¿cuándo? Solo son estupideces, Greg. Dedícate a hacer tu trabajo y deja esos asuntos infantiles para después.

—¿Alguien ha visto a mis hijos? —Alcanzó a distinguir. Era la voz de una mujer, y casi de inmediato la música cesó.

Greg apresuró el paso a pesar del cansancio. Una vez más lanzó una mirada hacia atrás; allí seguían las mierditas aquellas, y logró distinguir cómo el humo salía por encima de sus cabezas. Al menos ellos no tendrían nada que ver con la ausencia de aquellos niños, los cuales, con toda seguridad, se alejaron unos metros mientras jugaban. ¿Estás seguro? No, no lo estaba a pesar de que era común que los niños jugaran en las afueras del pueblo, pero ese día era distinto. No supo explicar el porqué de tal pensamiento, pero así lo creía.

Ignoró los colores que adornaban las calles. Caminó con paso apresurado una vez que se agotó a pesar de ser consciente de que aquellos gritos no hacían más que crear un caos a una situación controlada. Apostaba a que los niños se encontraban en sus casas; jugando con sus juguetes o consiguiendo algunos palos de escoba para usarlos como espadas. Lo más seguro es que fuera solo eso, y todos aquellos gritos hacían surgir de los suelos una preocupación que no tenía por qué estar ahí. Pero Gregorio, pese a creer una y otra vez en todo eso mientras acortaba la distancia hacia la plaza, no quedó convencido, y logró encontrar un pensamiento, cual cerillo que se enciende a mitad de la noche, en lo más oscuro de su mente. Este pensamiento logró ser pequeño pero fuerte, tan fuerte que lo angustió y encontró una preocupación ajena a la que los padres de los niños podían sentir en esa fresca tarde del diecinueve de febrero.

—José, ¿qué sucede? —preguntó una vez que llegó a la plaza.

—Los hijos de Raúl, comisario. Estaban aquí hace unos minutos, y de pronto desaparecieron junto con Carlitos (Carlos era el hermano menor de José, y el único que tenía) —respondió con un tono bajo, casi al borde de perder la calma. Su voz se escuchaba tensa.

Por su parte, no lograba entender el porqué de tan innecesaria preocupación.

—Tranquilízate, hijo. No deben estar muy lejos. Ve a la entrada del pueblo, allí se encuentran Julio, Juan y Ricardo. Vigílalos, y por favor no te separes de ellos hasta que aparezcan los niños. Si es posible, tráelos aquí donde todos puedan verlos —le ordenó, y casi al instante el muchacho salió disparado como una bala.

Greg sugirió al pueblo:

—Por favor, mantengan la calma. Vamos a separarnos. Raúl, tu esposa puede ir a buscarlos a la casa, los demás vayan a sus casas o a la iglesia. En caso de no encontrarlos en estos puntos salgan del pueblo hasta llegar a los arroyos y las vías. Alguien más vaya derecho al Mezquite, y otros tantos al cementerio.

Tales indicaciones le parecieron un tanto exageradas, y es que era normal que los niños jugaran en las orillas del pueblo. Todos los que estaban ahí presentes lo sabían. Sin embargo, algo inhumano se paseaba en el aire, y lanzaba exhaladas de tensión frente a todos. Greg lo notaba en sus rostros y lo podía sentir dentro de sí.

De nuevo experimentó esa oleada abrumadora de miedo que no le permitió conservar la calma a pesar de ser el encargado de mantenerla. Se sintió tan insignificante que tuvo que inhalar una buena cantidad de aire para poder tranquilizarse y lograr anclar los pies sobre la tierra para comenzar a buscar.

—Comisario, mi hijo también ha desaparecido —dijo David, el padre de José, y su esposa se acercó hasta él cuando comentó esto, pero casi de inmediato se separó y corrió para buscar a Carlitos. Sus ojos lacrimosos arrancaron destellos a las luces del sol que se colocaba sobre ellos.

El aire era helado, y los rayos solares no eran tan intensos como para provocar alguna gota de sudor, pero Gregorio podía sentir que su frente se humedecía. ¿Sería la desaparición de los niños la causa de esto? ¿Conocía acaso la desastrosa fatalidad de lo que sucedería, o solo actuaba de manera irracional porque el miedo y la tensión habían sido infundados por el resto de los habitantes?

—Lo sé, ya me lo ha notificado José. Haz lo que he ordenado. No te preocupes, solo deben estar jugando. —Intentó inyectar un poco de tranquilidad, pero sus ojos no parecían ceder a tal medicina.

Se dirigió a uno de los arroyos y se adentró a este.

Quizá ni siquiera pasaron diez o veinte minutos de la última vez que vieron a los niños, sin embargo, el aire estaba cargado de cierto olor, algo comenzó a respirarse, algo distinto… algo pútrido. Quizá solo era su imaginación, pero Gregorio sintió algo atrás, una mirada penetrante se clavó a sus espaldas, por lo que se vio obligado a girar pero no encontró a nadie.

Caminó unos metros por el arroyo, y luego de unos minutos decidió salir al escuchar a lo lejos que el ferrocarril se acercaba con lentitud. Quizá podían estar jugando en las vías, si ese era el caso, se veía en la agotadora necesidad de llegar hasta ellos antes que la mismísima mole de hierro.

Los años que llevaba viviendo en el pueblo nunca había sucedido un accidente ferroviario, pero aquella tarde todo parecía posible. De igual manera los niños no eran idiotas, y tampoco eran mocosos de tres o cuatro años. Ya tenían edad suficiente como para distinguir el peligro. Luego de pensar en esto, no quedó muy convencido, por lo que decidió correr a toda prisa, al menos a la velocidad a la que se lo permitían sus piernas.

Corrió, no lo hizo con la misma rapidez con la que lo hubiese hecho unos quince años atrás, pues los cigarrillos habían acabado con sus pulmones, pero lo intentó. Lanzaba exhaladas resonantes y aspiraba con profundidad. Jadeaba al igual que un cerdo.

Mucho antes de llegar, pudo ver a uno de los niños, Francisco (si mal no recordaba), hijo mayor de su amigo Raúl, quien se encontraba en cuclillas bajo el sol. Abrazaba y aprisionaba sus rodillas contra el pecho. Con los ojos al suelo, parecía observar una pequeña hormiga que recolectaba semillas para llevarlas a su agujero.

—¿Dónde están los demás? —le preguntó, pero el niño se encontraba sumido en una especie de trance, con la boca medio abierta y los ojos vacuos y perdidos hacia la nada. Su cuerpo estaba rígido. Apenas y pudo distinguir su respiración, por lo cual empezó a gritar en repetidas ocasiones.

—¡Raúl! —vociferó con fuerza al tiempo que levantaba al niño—. ¡Raúl! –gritó una vez más, y corrió al arroyo con Francisco en los brazos.

Quien acudió a sus agónicos gritos fue el padre Ismael.

—¿Y los otros niños? —le preguntó, denotando su preocupación—. Gracias al cielo —susurró al ver que Francisco se encontraba bien, pero Greg no estaba aliviado, aún no.

—No lo sé, cuídelo. Deben estar en los rieles —ordenó, y salió corriendo en cuanto le entregó al niño.

En realidad no tenía ni puta idea de dónde podrían estar Carlitos y Manuel, pues miraba en todas direcciones y no se veía rastro alguno de ellos. Fue normal que la impotencia se precipitara sobre él.

De pronto, los devastadores gritos que provenían del pueblo cesaron. Hubo un punto en el que los sonidos desaparecieron y Greg no se dio cuenta de esto hasta pasados algunos segundos. Solo pudo escuchar su agitada respiración mientras acortaba la distancia hacia las vías.

Aquel aroma que tanto lo hostigaba se volvió más denso, a tal grado que lo sofocó y tuvo que contener la respiración para poder olvidarlo, pero no fue suficiente, puesto que ese olor aún continuaba ahí; penetraba su nariz y la irritaba como el picor de alguna hierba venenosa.

Más adelante distinguió a la distancia, y muy cerca de las vías, dos pequeños bultos. Esto ocasionó que su corazón galopara de forma salvaje.

¿Querías una fiesta? Pues aquí está tu puta fiesta, pensó con amargura.

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