Capítulo XXVII

                               XXVII

El sol jugueteaba entre las nubes. Salía y se ocultaba con timidez, salía y se ocultaba. En el aire existía tanta tensión, como cosas extrañas, que al respirar asfixiaba.

Julio llegó a la casa y se sentó frente a la estufa de leña. Era testigo de cómo las llamas consumían la madera de mezquite con lentitud. Del fondo del cuarto le llegaban los gritos de dolor que lanzaba su madre después de cada golpe que le propinaba Pedro. Eran golpes fuertes que producían ruidos secos. Los nudillos de su padre se impactaban contra la piel desnuda. Pero no solo Juana sufría, pues Pedro proliferaba gritos de rabia una y otra vez.

—Esos bastardos hijos de puta querían enseñarle a Julio, ¿entiendes? —gritó, y enseguida asestó un golpe—. ¡Bola de idiotas! —berreó, y se escuchó un golpe más.

A Julio poco le importaban

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