Capítulo II

                                       II

La tarde de ese sábado se cargó de un miedo desconocido pero palpable. La celebración fue sustituida por llantos y desconsuelo. El día se encaminó a su fin entre colores lúgubres que poco a poco iban devorando los cálidos rayos que el sol lanzaba para combatir el aire helado.

Algunas personas se fueron a sus casas, y otros más siguieron bebiendo en la cantina de Héctor. Se quejaron, una y otra vez, de que la muerte de un mocoso no iba a arruinarles el día, por fortuna no se atrevieron a decir tales comentarios en las calles, sino bajo la protección de las paredes de la cantina. Héctor se limitaba a asentir y escuchar. Servía toda cerveza y tequila que se le solicitaba.

Greg se encontraba con el padre Ismael mientras el cuerpo era inspeccionado por el doctor Alvídrez. El pequeño Manuel estaba en la comisaría, y José cuidaba que no saliera del lugar.

—Es un niño, hijo. Tú mismo viste el tamaño de la roca, esta era demasiado pesada. ¿En realidad crees que un niño de siete años la pudo levantar para dejarla caer sobre la cabeza del otro?

—¿Entonces cree en lo que dijo su hermano, que alguien más mató a Carlitos? —preguntó Greg, y en sus ojos podía notársele un brillo de temor. Incluso él mismo se percató de ello, y no era necesario que el sacerdote se lo dijera. «Tiene miedo, comisario, no necesitamos a malditos viejos culos que no puedan mantener la calma dentro del pueblo», quizá es lo que diría el padre más adelante, pero si lo pensaba decir, no lo hizo, y se limitó a mantenerlo en secreto.

Greg lo miró con los labios sellados. Esperaba su respuesta.

—Tal vez, o quizás estaba corriendo, cayó y se golpeó la cabeza contra la roca. Por esa razón es que estaba manchada de sangre —dijo. Por su parte, Gregorio no se veía para nada convencido. En el fondo creía que alguien asesinó al niño, y ese alguien no era el pequeño Manuel, que con toda seguridad se encontraba llorando en la comisaría y sin entender lo que sucedía. Sin comprender que su pequeño amigo estaba muerto y que la mayoría de las personas del pueblo lo culpaban en silencio a pesar de no conocer la historia real. Incluso después de que Francisco, el hermano mayor de Manuel, dijera que alguien más se encontraba cerca de ellos, siendo esta misma persona la que golpeó a Carlos hasta dejarlo inconsciente para después rematarlo una vez que se encontró en el suelo.

—Tiene razón, pero hay pocas personas, de hecho casi nadie, que cree que fue un accidente, una caída como usted dice. El resto piensa que el niño es culpable y que posiblemente Francisco lo ayudó, y muy pocos creen la versión de ambos niños. También le recuerdo que nadie vio a ningún sujeto caminando cerca del lugar donde sucedieron los hechos, y tampoco en las afueras del pueblo —añadió Greg, y su mirada siguió las fisuras que estaban en la pared de la iglesia, como si fueran rieles que transportaban la vista del comisario a un viaje sin retorno, un viaje interminable que lo sacara de esa maraña de problemas.

—Solo puedo decirte que nuestro Señor Padre no ennegrece los pequeños corazones. Todo fue un accidente, hijo, y si vamos a empezar a culpar a Manuel sin importar si hubo testigos o no, entonces sería correcto repartir culpas. ¿Dónde estaban Ignacio y María cuando su hijo se alejó de la plaza? Si ellos van a culpar al pequeño Manuel, deberían de considerarlo y pensar en lo que hacían cuando sucedió el accidente —opinó el padre Ismael, conservando la calma. Al escuchar sus palabras, Greg se tranquilizó un poco. Tan jodidamente poco que no bastó. Sería injusto culpar a los padres, pero sería aún más injusto culpar a los niños, los cuales decían una y otra vez que alguien más se encontraba cerca, no precisamente jugando con ellos, pero sí demasiado cerca como para seguirlos. Espiarlos. Esta idea erizó la piel de Greg como la de una gallina.

No fue necesario que pasaran algunos minutos más para percatarse de que existía algo que lo preocupaba aún más que la muerte del chico, y es que sin importar lo que se hiciera, el niño ya estaba muerto. Las personas del pueblo podían pensar lo que quisieran con respecto a la muerte del pequeño, hermano de José, pero en Greg se elevaba algo más: ¿qué pasaría si en realidad alguien asesinó al pequeño? Un pensamiento poco agradable que no le gustaba para nada que ocupara una parte dentro de su mente.

—Recibió más de un golpe en la cabeza —dijo el doctor Alvídrez al entrar a la iglesia.

—¿Con la misma piedra? —preguntó Greg, anticipándose al padre.

—Lo más seguro es que sí, las fracturas en el cráneo son grandes, y los huesos estan destrozados. Solo una roca de ese tamaño podría infligir tal daño. Pero no es como si alguien la hubiera arrojado con fuerza una sola vez, no, esta se dejó caer en repetidas ocasiones.

—¿Cree que murió con el primer impacto?

—No, lo más probable es que estuviera vivo y sintiera los primeros golpes, no lo sé, quizás tres o cuatro. Es posible que Carlos intentara levantarse o moverse, como mínimo, con el primer golpe, aunque con seguridad fueron movimientos de reflejo, algo así como convulsiones.

—¿Usted cree que posiblemente una caída pudo ocasionarlo?  —preguntó, mirando de reojo al padre Ismael, pues le parecía improbable que alguien se hubiera atrevido a realizar tal osadía contra un niño.

—¿Una caída, comisario? Lo dudo, es imposible pensar que un niño muera debido a una caída desde su propia altura. Bueno, no imposible, pero sí difícil. Los niños son ágiles como gatos y fuertes como toros. Además, si eso que dice hubiera pasado, lo más seguro es que solo hubiera quedado inconsciente y con un ligero golpe en el cráneo. Alguien golpeó al niño, quizá alguien lo quería muerto.

—¿Alguien lo quería muerto? —Torció el gesto—. ¿Usted piensa que los niños pudieron hacerlo? ¿Vio acaso el tamaño de la roca? ¡Es imposible, incluso para mí, intentar levantarla con una sola mano! —replicó Gregorio, y sus gritos resonaron dentro de la iglesia creando ecos largos e inhumanos.

—Tengo una teoría, comisario, y no espero que le agrade mucho —añadió el doctor.

—Bien, escúpala entonces, pero espero que tenga cuidado con lo que piensa decir.

—También consideré la posibilidad de una caída…

—Entonces ¿por qué demonios me lleva la contra?

—Espere. Quizás Carlitos tropezó mientras corría por las vías, debido a esto se pudo golpear la cabeza y quedar inconsciente. Pienso que Manuel y Francisco, al verlo ahí tirado, y sin moverse, se asustaron, por lo que pensaron que los culparíamos. Situación que perturbó a los niños, por lo que se vieron obligados a levantar la roca para dejarla caer en multiples ocasiones contra Carlos, de esta manera, y con la roca manchada de sangre, sería más difícil llegar a culparlos. Nadie ajeno al pueblo lo quería muerto, pero tal vez sí los hijos de Raúl con el fin de protegerse… —Fue interrumpido una vez más.

—Bien, pues esa es su teoría, doctor, y le voy a pedir que mantenga la puta boca cerrada hasta que se demuestre lo contrario, o en el peor de los casos, se confirme eso mismo que usted ha dicho, pero lo dudo. —Su respiración se aceleró al decir esto.

Terminó por largarse del lugar antes de que al doctor se le ocurriera añadir algo más que motivara a Greg a ponerle un buen chingazo.

Esa teoría del doctor no solo sonaba descabellada, sino enferma y desagradable.

Sus pasos resonaron en toda la iglesia ya que las botas tenían una suela tan dura como la piedra. Como la piedra que mató al niño, se dijo, y alejó ese pensamiento de inmediato.

Estaba hecho un toro: lanzaba espuma por la boca, y era normal después de haber escuchado las osadas acusaciones por parte del doctor. Pero si llegaba a decir una sola palabra de aquella detestable teoría, se las vería con Greg, de eso podía estar seguro sin hacer especulaciones absurdas. Unas patadas bastarían para corregirlo.

Mientras se dirigía a la comisaría, pudo ver que los padres del niño caminaban entre llantos a la iglesia. Sabían que el doctor estaba ahí, y también sabían que ya había terminado de inspeccionar el cuerpo, e iban por una explicación. De igual forma, Greg sabía que aquel imbécil no diría lo mismo que le contó a él y al padre unos momentos atrás. Ese cabrón era tan cobarde como para abrir la boca después de tan insignificante amenaza.

Al entrar a la comisaría, encontró a José con sus manos en torno al cuello de Manuel. Sus ojos parecían cegados, y lanzaban chispas de odio en contra del pequeño.

—¡Basta, José, ya basta! —Se escuchó la voz imponente de Greg en medio de aquel caos creado por su ayudante. Lo sujetó de los hombros para retirarlo y arrojarlo lejos del niño.

—¿Lo va a proteger, señor? —preguntó José mientras intentaba reincorporarse. Tenía los ojos inyectados en sangre, y si se veía con detenimiento se podía distinguir cómo la sangre se aglomeraba y creaba pequeñas estrías rojas alrededor de los globos oculares.

—No hay motivos para protegerlo si él no ha hecho nada, pero dado tu nefasto comportamiento, me temo que sí —respondió, desviando la mirada y anclándola en el pequeño.

—¿Y la muerte de mi hermano qué? —Nunca vio aquel brillo, casi muerto, que transmitían los ojos de José, pero ahí estaba. Más que encolerizados, parecían a punto de estallar por la rabia que contenían. Greg entendió que fue un error dejarlo solo con Manuel, aunque después de dos años bajo su servicio, ¿quién podría llegar a creer que aquella experiencia y profesionalismo se desmoronarían tan fácil? ¿Eres idiota o qué, comisario? Su hermano acaba de morir, y tú lo dejas a cargo del que para muchos es el único responsable.

Lárgate de aquí, José, quedas relegado de tu cargo como mi ayudante. No quiero que te presentes hasta nuevo aviso. —Se giró hacia el chico sin flaquear en sus decisiones.

—Bien, protéjalo, comisario, al menos hasta que se demuestre su culpabilidad.

—¡Lárgate ahora! —gritó, y el joven abrió la puerta de madera para salir del lugar, no sin antes azotarla con tal fuerza que algunas astillas salieron disparadas al suelo. Acto que estremeció al niño.

Greg se volvió hacia él.

Manuel lloraba con fuerza, y a la vez le resultaba difícil respirar con normalidad, a tal grado que Greg creyó que se ahogaría y caería desplomado sobre el suelo. Los dedos de José aún estaban marcados alrededor del cuello del niño; unas líneas rojizas recorrían su piel como una cadena escarlata. Podía escucharse un silbido al exhalar el aire que tanto le costaba inhalar.

Le llevó un vaso con agua y se hincó cerca de él a fin de darle palmaditas en la espalda para que se tranquilizara. Y lo logró, al menos en unos minutos la respiración forzada fue desapareciendo, y un peso de encima fue removido de la espalda del comisario. Aunque las lágrimas bajaban de las mejillas del niño sin intenciones de parar.

Tenía cientos de preguntas que hacerle, pero las oprimió muy por debajo de sus intenciones, y se limitó a mirarlo mientras esperaba a que el llanto pasara. Pero eso no sucedió, se cansó de esperar, y cuando menos se dio cuenta, la luz de aquel sol, que se encontraba suspendido sobre los cielos y que era ajeno a lo que ahí sucedía, comenzó a extinguirse de los suelos. El pueblo enmudeció, era como si estuviera muerto.

—Oye, chico, cuéntame qué sucedió, vamos, que no voy a hacerte daño. —Se atrevió a pedir con amabilidad mientras encendía una pequeña lámpara de petróleo y aprovechaba la cerilla para uno de sus cigarrillos.

Manuel se veía aturdido y no parecía tener intenciones de hablar, solo respiraba con tanta fuerza que los mocos se le iban hasta la garganta. El único que dijo algo aquella tarde fue su hermano, mientras Manuel solo se limitó a asentir algunas veces cuando Francisco relataba los hechos. Pero si no tuvo intención alguna de responder en la tarde, era difícil pensar que podría hacerlo en ese instante que se encontraban solos, y menos después de lo sucedido con el pendejo de José.

Apostaba a que Raúl se encontraba demasiado angustiado a esa hora, pero confiaba en Greg, y lo más probable es que esperara a que su hijo estuviera en casa dentro de unos minutos más.

De un momento a otro, a Greg no le pareció sensato, prudente y correcto mantener a un niño dentro de la comisaría después de haber presenciado la muerte de su amigo.

—Vete, no tienes nada más que hacer aquí —se animó a decir. Estas palabras debieron ser como una oleada de caramelos para el niño, ya que casi de inmediato alzó el rostro y lo vio con una sonrisa forzada y cansada. Sonrió muy poco, solo hasta donde sus labios se lo permitieron, para que así Greg no olvidara la desdicha con la que cargaría el resto de la noche.

Greg cerró la comisaría a eso de las siete de la tarde menos quince minutos, y se alejó con Manuel a su lado derecho. Pensó encaminarlo hasta su casa. Después de la ira, de la que fue testigo, en los ojos de José, supo que era mejor que el niño anduviera con cuidado y acompañado, y más a esas horas.

Lo llevó hasta la casa de Raúl, quien estaba asustado al igual que su esposa y Francisco. No dijo palabra alguna, pues pensó que no era necesario. Se alejó con un miedo que nunca antes llegó a sentir, que nunca estuvo ahí y que fragmentaba su serenidad. Era aquella misma angustia que lo abordó a medio día, cuando el grito agudo advertía que algo no andaba bien.

Llegó a su casa después de un día ajetreante y estresante, donde Rocío y María lo esperaban sentadas en la cocina. Hablaban, incluso reían, pero estas risas terminaron en el momento que Greg cruzó el umbral que separaba al mundo extenso y desconocido de su pequeña casa.

—¿Qué sucedió? —preguntó su esposa casi de inmediato. Greg esperaba justo esa pregunta mucho antes de llegar.

—Liberé al niño, no hay pruebas suficientes para mantenerlo encerrado en la comisaría.

—¿Y qué piensas?

—Es un niño de siete años, no creo que él o Francisco lo hayan hecho —respondió, y al ver que había agua caliente en una olla, agarró una taza y se sirvió para preparar un café.

Caminó de un lado a otro de la cocina, con los ojos de Rocío y su pequeña hija clavados en su persona. Quizás María Fernanda fuera todavía una niña, pero no por eso era ajena a lo que ocurrió.

Salió de la casa sin decir nada, y se aseguró de que Rocío guardara silencio frente a su hija, pues ya tenía suficientes pensamientos atormentándola.

Es solo un niño, pensó mientras caminaba por las oscuras calles del pueblo. Los adornos se mecían con una suavidad envidiable a causa del el aire frío. Es solo un niño, se dijo una vez más, aferrándose a la idea de que era imposible que un niño matara a alguien más, ignorando que (o quizá sin quererlo admitir) era posible que eso sucediera.

El pueblo guardaba un silencio sepulcral.

Quizás el doctor aún se encontraba en el Centro Sanatorio, con el cuerpo de Manuel sobre la mesa, limpiando la sangre del rostro helado, e intentando arreglar las hendiduras que tenía la cabeza por los golpes de aquella pesada piedra, o quizás ya había entregado el cuerpo a la familia, lo cual dudaba bastante luego de ver las condiciones en las que quedó.

Llegó hasta las vías. Esa noche la luna se alzaba sobre los cielos oscuros tan brillante que parecía estar amaneciendo.

Con la taza de café en su mano derecha, echó una mirada perezosa alrededor del lugar. Ahí estaba la piedra; tan grande como mortal.

El cantar de los grillos era apenas audible: el frío mantenía a la mayoría en silencio a pesar de que esa noche distaba de ser gélida. Aparte de eso, existía un silencio espectral, y un aroma envenenaba el ambiente. El olor a sangre le llegaba tenue, sangre que regó el suelo y ahora se secaba sobre las rocas, la sangre de alguien muerto.

A lo lejos se fabricaba un sonido agudo, como si alguien golpeara el acero (las vías) con un marro. El sonido acrecentó, y pudo distinguir una pequeña lucecilla que se acercaba para acompañarlo: el ferrocarril pasaba a su hora exacta como todas las demás noches.

No había nada que ver, por lo que dio el último sorbo al café y se bajó de los rieles para darle paso al ferrocarril si es que no quería terminar con el cuerpo desparramado sobre el suelo. Entonces al día siguiente su sangre sería la que crearía un hedor insoportable.

Tardaron unos minutos antes de que el tren se acercara hasta donde estaba Greg, pero lo inevitable llegó. El paso lento del ferrocarril lo paralizó. Observaba cada uno de los vagones, y estos creaban una especie de escena que llegaba tan rápido como se iba.

La marcha del tren era lenta debido a que más atrás estaba una serie de curvas entre la serranía, pero comenzaba a tomar velocidad rumbo a la ciudad de Chihuahua.

Greg siguió mirando de cerca. Las ruedas de metal sacaban chispas al deslizarse por los rieles que, sin duda, estaban hirviendo.

Justo en el espacio donde los vagones traseros se enganchaban con los de adelante, logró distinguir una sombra del otro lado. Pensó en que quizá no era más que la sombra creada por la intensa luz de la luna al golpear algún mezquite. Esta tenía más o menos la altura de Greg, y cuando dio a su mente un pensamiento racional, se levantó algo parecido a un brazo y lo saludó. No tenía dedos, o al menos Greg no los distinguió debido al constante paso de los vagones, pero sí apreció con claridad la forma en la que el brazo se agitaba hacia arriba y abajo.

Dio un salto hacia atrás, y tropezó con la piedra que mató las ilusiones de aquel niño. Que acabó con una vida que apenas comenzaba a volar. Cayó de culo y la taza se quebró. El último vagón del tren pasó. No había nadie del otro lado, ninguna sombra, tampoco algún mezquite que pudiera proyectarla como él pensó. Ahí no había nada ni nadie más que Greg.

—¿Hay alguien ahí? —gritó sin recibir respuesta, como era de esperar. Se levantó, y con pasos forzados, y temblorosos, se acercó al lugar. La puta pistola, no la traigo, pensó al llevar su mano hacia su costado derecho. Se paró encima del lugar donde estuvo aquel “hombre”. Miró de un lado a otro con sus ojos cansados.

Todo lo que creyó haber visto se desintegró, se fue con el paso del ferrocarril.

Aspiró profundo, y por unos diez minutos permaneció de pie, inmóvil, hipnotizado. Observó a su alrededor sin mover un solo músculo. Guardaba silencio como el que se guarda al entrar a la iglesia por respeto a las personas, al sacerdote y, sobre todo, a Dios. Sin duda, solo estaba él, haciéndole frente a su imaginación.

Ese jodido terror se encajó una vez más en su mente.

Los rayos blancos de la luna descansaban sobre el mundo. Giró sobre sus talones y tuvo de frente al pueblo, que se encontraba quizás a unos doscientos cincuenta metros. Este dormía, parecía estar muerto o malherido mientras era observado por (ojos ajenos y desconocidos a este mundo) Greg.

—Me debo estar volviendo loco —susurró, y se largó del lugar, no sin antes echar una mirada sobre su hombro.

Bajó esa pequeña loma y rodeó la zona del Mezquite para llegar al pueblo y guarecerse en su casa.

Antes de acostarse, luego de su extraña caminata nocturna, se sentó por unos minutos en la cocina. Las dos mujeres que más amaba en el mundo ya se encontraban durmidas, ajenas a los problemas que en la mente de Greg se apilaban con detenimiento, como un muro que gana altura y solidez al secarse el cemento en la parte baja.

Al día siguiente debía enfrentarse al alcalde, quien no había estado en el pueblo los últimos días debido a que salió a la ciudad de Chihuahua a solicitar apoyo para los habitantes del pueblo con respecto a las semillas y el ganado. El año anterior la sequía fue devastadora, y a causa de eso murieron algunas cabezas de ganado, además de afectar a las cosechas. Los habitantes comentaron al alcalde lo del apoyo con el fin de recuperar el ganado perdido y las semillas que no se dieron.

Al escuchar el alcalde lo del accidente, exigiría una explicación, tanto de los hechos como de la liberación del niño al que se culpaba. Conocía tan bien a ese cabrón que podía anticipar cualquier comportamiento.

Se encaminó a la pequeña recamara con estos pensamientos taladrándole la cabeza. Una vez en la cama, apenas y rozó la tersa piel de Rocío, muy distinto a lo que hiciera esa mañana.

Los niños aseguraron haber visto a un extraño en donde sucedió el homicidio, lo cual sería muy difícil que el alcalde creyera, pero Greg podría afirmar esta teoría al decirle que también él presenció al mismo sujeto que los niños. Pero ¿en realidad había alguien de aquel lado del tren? Era normal que estas preguntas arrancaran su sueño y descarnaran su paz. Al final, se lo pensó bien y decidió no mencionar nada del extraño. Un accidente, eso es lo que pasó. Y le guste o no al hijo de puta, tiene que respetar las decisiones que he tomado, puesto que yo soy el comisario.

Se animó a abrazar a Rocío. Hacía poco frío, pero este era agradable. Antes de poder conciliar el sueño, pensó, una vez más, en la posibilidad de que existiera un asesino dentro del pueblo, o tal vez alrededor de este, alguien que los observaba en silencio, y se le revolvió el estómago. Al hacer a un lado esa idea e imaginar a Manuel o Francisco como los posibles responsables, le dolió la cabeza y dio giros a pesar de estar acostado. Ninguna de las dos ideas parecía gustarle mucho, pero lo quisiera o no, había que afrontar una.

Pasados unos minutos, cayó en un sueño profundo como relajante. No despertó hasta el día siguiente. No hubo sueños convertidos en pesadillas a pesar de lo sucedido la noche anterior. La cama, Rocío y la noche, parecían ser la combinación perfecta para dejar a un lado la realidad que el mundo le ofrecía. Pero la tranquilidad de la noche moría una vez que el sol se alzaba por el horizonte y pintaba los objetos que el mundo oscuro mantuvo sin colores.

Rocío ya había despertado, y preparaba el desayuno. Le llegaron los apetitosos aromas de los huevos cocinados con manteca de cerdo sobre la estufa de leña. El mundo seguía su curso, y Greg debía avanzar junto con él.

El café ya estaba sobre la mesa, y María devoraba los frijoles y el huevo como si no hubiera comido en días. Apenas y Greg se disponía a arrancar un pedazo de huevo con la tortilla de harina recién hecha, cuando su pequeña hija ya estaba pidiendo el segundo plato.

—Con cuidado, te vas a ahogar —advirtió Greg sin quitarle la vista y exhibiendo una gran sonrisa.

—Ya no soy una bebé, papá. Solo los bebés se ahogan. —Le devolvió la sonrisa en el momento que Rocío ponía el plato sobre la mesa.

Solo los bebés se ahogan, le reiteró su mente. Pero todos pueden morir. ¿Y no se reducía a eso la vida, a la muerte? Miró a su pequeña hija, tan llena de vida tanto en el presente como en un futuro intangible, lejano y envidiado por los que perecieron (por Carlitos), y le revolvió el cabello con su mano.

¿Habría respondido Gregorio de la misma manera si hubiera sido su hija la que naufragara en ese mar de aguas profundas y caóticas? Ese maldito océano que ofrecía una delgada superficie con una “inquebrantable” tranquilidad. Obtuvo un rotundo no a su pregunta, pero él no era la víctima, y tampoco era un asunto familiar que hubiese sido cubierto por los hedores de la desgracia. Gracias a Dios, él era el comisario, ya que un tema de tal magnitud requería ser visto desde un par de ojos fuera de los afectados. En esos casos la mente traicionaba, se ennegrecía y juzgaba de manera irracional. Si María Fernanda hubiera muerto a manos de Manuel, quizás habría colgado al niño antes de esperar a que las nubes de tormenta se fragmentaran y dejaran ver lo que en realidad pasó. Se dio cuenta de que comenzaba a ser presa de sus propios demonios, esos que tanto se esforzaba por impedir que incubaran en las mentes de los padres y del hermano del niño muerto. Iniciaban un nuevo trayecto a una realidad paralela.

Desayunó, y con prontitud abandonó la casa, no sin antes despedirse de Rocío con un beso frío y un abrazo aún más frío que obsequió a María.

El cuerpo de Carlos era velado en la iglesia, y a esas horas de la mañana solo se encontraban sus padres, José y el abuelo del niño, el señor Porfirio, un anciano alto y robusto de ojos fríos y prepotentes, los cuales ya habían perdido su brutalidad con el paso de los años. Y lleno de grietas que el tiempo se encargó de erosionar en su rostro. En ese momento no parecía más que otro anciano lleno de un mal humor a causa de la edad.

Al llegar a la iglesia se quedó parado en la entrada. Evitó hacer el mínimo ruido posible para no llamar la atención de los familiares, lo cual no funcionó cuando el alcalde llegó por detrás y lo saludó de mala gana.

—Buenos días, alcalde —respondió Greg sin alzar la vista. Pudo notar que tanto José como sus padres y su abuelo, miraban hacia atrás y perforaban con lanzas juzgantes al comisario.

—Vaya manera de controlar esto —replicó—. Apenas llegué y ya tenía a su ayudante en la puerta de mi casa. Me ha estado jodiendo por las malas decisiones que ha tomado con respecto a este tema. —El tono de voz denotaba la cólera que requería ser desbordada.

—José ha sido relegado del cargo como mi ayudante, pues ha intentado asfixiar a uno de los testigos —le dijo, y el alcalde frunció el entrecejo.

—¿Testigos dice? Oh, sí, ¿se refiere a los niños que asesinaron a Carlos? —preguntó con un dejo de sarcasmo. Al mismo tiempo caminó al lado de Greg mientras este abandonaba la entrada de la iglesia con el fin de evitar que los familiares escucharan el resto de la conversación. La herida estaba tan fresca que aún supuraba odio y dolor. Aún apestaba.

Y vaya que todo eso apestaba.

—No había nadie más cerca, solo los dos hermanos —contestó, maldiciendo el momento. No tenía ninguna gracia enfrentar al alcalde tan cerca de los padres de Carlos.

—Entonces la respuesta es obvia, ¿no cree?

—No hay evidencia —respondió Greg indiferente.

—Búsquela entonces, para mí hay suficiente como para hacer algo y amansar a estos —ordenó, y señaló a la iglesia. Sin decir más, se alejó para internarse en el lugar, lo cual fue más que satisfactorio. No le gustaba tener a ese pelón idiota y altanero jodiendo y repartiéndo órdenes. Para Greg no existía nada que hacer con respecto a ese asunto.

La tarde del domingo dieron respetuosa sepultura al pequeño cuerpo de Carlos Martínez Villanueva. Los padres del niño no dirigieron una sola mirada despectiva al comisario o a su familia. Por otro lado, José no se molestó en decir alguna palabra, aunque sí notó, de vez en cuando, sus ojos cargados de una ira inconmensurable, y que al mismo tiempo proclamaban justicia. No le importó, no había evidencia.

Si los dos niños tuvieron que ver con el asesinato, no parecían angustiados, aunque eso sí, se veían un poco asustados y tristes al igual que su hija.

Los días transcurrieron bajo los dedos y miradas juzgantes, Gregorio se vio obligado a reprimirse en la comisaría. De cuando en cuando salía a patrullar las calles. Por fortuna, todos conservaban la calma. La muerte del infante arrastró cierto temor al pueblo, a excepción de Juan, Julio y Ricardo, quienes al enterarse que en Francisco y Manuel inició un miedo exagerado por salir del pueblo, y más al acercarse a las vías (lugar en el cual antes acudían a jugar con frecuencia), los obligaban a ir allí. Incluso en una ocasión los arrastraron hasta ese sitio. De no haber sido por los agonizantes gritos que se escucharon por todo el pueblo, nadie se hubiera dado cuenta de lo que sucedía.

De tal manera los días fueron devorados por el sol, y las noches por la luna. José logró convencer a sus padres de que Gregorio tomó esa decisión debido a la estrecha relación que tenía con Raúl, así que era mejor que olvidaran esa justicia que tanto esperaban, quizá aún, con un poco de esperanza. Aseguraba que era más fácil ver al general Francisco Villa tras las rejas antes que a los niños. Pero a Greg no le importaban aquellos comentarios, bien podría haber sido su propia hija la encargada de asesinar al niño, él la habría encerrado si hubieran existido pruebas irrefutables que la condenaran.

¡No hay evidencia!, se gritaba a cada momento. Y si en realidad hubiera visto a un extraño aquel sábado por la noche, cuando pasaba el ferrocarril, no lo había vuelto a ver, y tampoco los niños, lo cual le devolvió una pizca de tranquilidad, esa de la cual creyó que no volvería a ser dueño.

Sin importar que él fuera quien defendió la idea de que la muerte la ocasionó un extraño, prefirió, por su propio bien, no seguir abordando esos pensamientos, pues estos generaban un dolor de cabeza agudo y desgastante.

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