Capítulo III

                                      III

—Ese maldito comisario tiene mierda en la cabeza en lugar de sesos, y no es mierda fresca, hijo, está más seca que una piedra, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de las personas que están en el poder? Lo hemos estado viendo en los últimos años, con los putos políticos —se quejó, tomó el vaso y dio un gran sorbo (otro más) al tequila que tenía a un lado sobre la mesa. Estaba tan caliente que carraspeó cuando este bajó por su garganta.

Julio se limitó a observarlo un poco asustado, aun así asentía. Conocía a su padre, y era normal que estuviera enojado, y más aún desde que sucedió la muerte del mocoso. Pero por más enojado que pudiera estar, a él no le iría mal, pues para su fortuna estaba su mamá, Juana, quien debía responder cuando las cosas se ponían feas, y eso era bueno.

«Tengo que hablar contigo, enseñarte a ser mejor persona», es lo que decía Pedro a Juana la mayoría de los días. Y le enseñaba, claro que le enseñaba, y ella, de alguna forma, aprendía.

Las lecciones que daba Pedro eran buenas, pero Julio sabía que su madre era idiota, por lo que las olvidaba casi de inmediato, ya que existían días en los que se veía en la necesidad de enseñarle en más de dos ocasiones. Según su padre, era la manera correcta para que las mujeres entendieran quién imponía y qué órdenes se debían de seguir.

—Todas las mujeres son idiotas, hijo. Todas han sido cortadas con la misma tijera. Es por eso que todas aprenden de la misma forma. Unas cuantas lecciones son suficientes para que hagan lo que tú quieras. Y si con eso no basta, entonces duplicas las lecciones o las vuelves más intensas aunque te canses o te duela, y con dolor me refiero al que puedas llegar a sentir en los brazos y las manos. Pese a que parecen tontas, no lo son, y, aunque cueste creerlo, al final terminan entendiendo —estas fueron las palabras que Pedro le dijo a Julio una noche en la que, después de pasar casi toda la tarde en la cantina del señor Héctor, no encontró la cena caliente sobre la mesa, por lo que tuvo que darle una buena a Juana, siendo ese el tercer repaso en el día.

Para Julio estas palabras no carecían de falsedad, era su padre quien las decía, y no existía motivo alguno para que mintiera o dijera cosas sin sentido.

—Es tan débil como cualquier vieja —continuó mientras abrazaba el vaso de tequila con sus dedos—. Sus decisiones han sido tan estúpidas y poco útiles para el pueblo. No sé qué es lo que piensa el alcalde, pues debería de sacarlo del cargo y poner a alguien más competente. ¡Ni siquiera ha podido detener a los putos coyotes que se comen mis malditas gallinas! —gritó, alzando la mano y dejándola caer en forma de puño sobre la mesa—. Oye tú, ¿estás tonta o qué? ¡Mi puto vaso está vacío, mujer! ¿Hasta cuándo tienes pensado llenarlo? —berreó.

Sus ojos estaban tan rojos y pálidos que Julio creyó que caería si es que se levantaba de la silla. Por fortuna, se levantó y no cayó. Se acercó Juana hasta él, y en el momento que llenó el vaso, Pedro le propinó un fuerte golpe en la cabeza, el cual dejaría, con toda certeza, tremendo chichón luego de unos minutos.

—No esperes a que te diga, ya que solo es un puto vaso del que estás al pendiente. ¿O acaso tienes cantina y por eso no puedes atenderme, maldita zorra? —dijo, e hizo ademán de azotarla de nuevo, pero se contuvo a pesar de las ganas enormes que se veían en su rostro. Quizá supuso que ya había entendido.

Pero nunca entendía, ni ella ni cualquier otra mujer.

Juana se fue de inmediato a la estufa, y siguió cocinando y lavando platos. Todas estas tareas las realizaba con una paciencia tan desesperante que parecía una tortuga, lo que obligaba a Julio a reafirmar que, en efecto, era una tonta incompetente.

Ya empezaba a oscurecer, y aún no servía la cena, eso podía ponerse bueno en un par de minutos.

Pedro encendió un cigarrillo mientras se balanceaba en la silla y daba más tragos al tequila. Era como si estuviera preparándose para dar una buena, pero para la mala fortuna de Julio se comenzó a servir la cena, y maldijo aún más cuando la vio caliente sobre la mesa.

Los platos, llenos hasta el tope de frijoles calientes y recién hechos, decoraron la mesa junto con un mantel que envolvía las tortillas de maíz. Justo como debía ser atendido un hombre después de trabajar bajo los incandescentes rayos del sol durante todo el día. Quizás la zorra pasó la prueba, al menos por ese día, pues a la mañana siguiente lo más probable es que olvidara todo.

Su padre continuó quejándose, una y otra vez, del marica del comisario, y Julio siguió escuchando. Se atrevió a sonreír de vez en cuando, no solo por sus palabras, sino porque también venían a él los recuerdos del mocoso asesino, Manuel, cuando lo arrastraban hasta las vías. El pequeño marica cargaba sus ojos de lágrimas y el aire de gritos. Debí taparle su boca hedionda, se quejó al recordar cómo los descubrían y a su vez impedían que él y sus amigos se divirtieran un rato.

Se fue a dormir, sin embargo, Pedro se quedó ahí: sentado y bebiendo vaso tras vaso. Mientras estaba acostado e intentaba conciliar el sueño, cabalgaban hasta él los sonidos de su padre que se movía de un lado a otro: acomodaba su culo con el fin de encontrar confort en aquella silla de madera vieja.

Esperó impaciente a que llegara el sueño, y mientras lo hacía pensó en muchos temas, pero más en los que su padre mencionó. Le parecía demasiado estúpido que el niño asesino siguiera libre si era más que evidente que él fue el culpable de la muerte del otro marica. Tenía que ponerlo en su lugar, y por increíble que pareciera, la única forma de combatir un hecho violento era con violencia. En una ocasión, Pedro le dijo que el fuego podía combatirse con fuego, desde luego Julio no lo entendió en aquel momento, pero ese era el claro ejemplo que necesitaba presentarse para entender al fin ese camino de confusas marañas. Necesitas fuego, maldito mocoso asesino. Por supuesto que lo necesitaba, y no es como si tuviera miedo de amanecer muerto a manos de Manuel, claro que no, pero en alguien debía poner en práctica los buenos y para nada despreciables consejos que su padre le había enseñado a lo largo de su vida. Y aunque deseaba aplicarlos en una mujer, no tendría mejor oportunidad que esa.

Quizá la mente de ese niño era similar a la de las mujeres… o a la del comisario: tenían mierda adentro. Y la única manera de corregirlo era con unas lecciones que Julio impartiría personalmente.

Se escuchó un breve sonido, pero no por eso menos brusco. Pedro se tiró a la cama, la cual se encontraba a un par de metros de donde dormía Julio.

—Deja eso, mujer, tuviste todo el día para lavar platos. Ven aquí que quiero m-meter­­-meterte la ver-ver… —Sus palabras se desvanecieron seguidas de un fuerte ronquido. Esas eran las únicas veces en las que existía misericordia: gracias al tequila, ocasiones que Julio desaprobaba por completo, pero era su padre quien mandaba y no le correspondía a Julio castigar.

Por el momento, a quien sí podía castigar era a Manuel. Le enseñaría al incompetente pedazo de marica del comisario cómo debían hacerse las cosas para que los engranajes del pueblo siguieran con su buen funcionamiento.

De un momento a otro, la noche perdió la batalla contra el sol, que escaló los cielos por el este para apoderarse del mundo. Julio despertó antes que Pedro, y echó comida y agua a las gallinas. También sacó los huevos que estaban en los nidos. Luego miró al cementerio; un lugar triste y escalofriante según su propia opinión a pesar de la agradable e imperturbable luz del sol matinal. Imaginó que la tierra de ese lugar terminaría por devorar a todo el pueblo.

Tardó algunos minutos para darse cuenta de que el corral tenía un leve agujero y faltaba el gallo. Por lo que antes de echar agua y comida a las dos vacas, salió disparado para despertar a Pedro.

—¡Papá! —gritó—. Los coyotes han vuelto, y se han comido al gallo. —Pedro se reincorporó con pesadez. Exhaló un fuerte aroma a licor, por lo que era probable que su cabeza conteniera fuertes dolores. Tenía la boca tan seca como la tierra árida. No se levantó, sino que solo se sentó en el costado de la cama y pidió un vaso con agua.

—Aquí está —dijo Julio al tiempo que le extendía la mano. Lo bebió de un solo sorbo, y como un truco de magia, regresó al mundo real separándose del de los sueños.

—Le dije al maldito comisario que tenía que matar a los jodidos coyotes. Si les tiene tanto cariño a esas plagas, al menos debería cuidar que no se acerquen al puto pueblo. —Se puso de pie una vez que las botas estaban en su sitio. Julio observó un poco emocionado.

—Juana, sírvenos una olla de frijoles y echa unas tortillas. Saca los dos machetes, Julio. Vamos al arroyo a cortar unas cuantas estacas para levantar otro corral antes de que apriete más el sol. Más tarde me encargaré del comisario.

Salieron apresurados. Julio llevaba la olla de comida en la mano izquierda y las tortillas en la otra. Pedro cargaba los machetes y unas cuerdas.

La parte del arroyo donde se podían encontrar y cortar buenas estacas no estaba muy lejos de la casa, solo debían pasar el cementerio y continuar derecho.

Sin importar que fuera un arroyo seco, tenía algo de vegetación en las orillas. En su mayoría eran guamis, mezquites o árboles de vara verde. La mayoría de las veces, las estacas las obtenían de los mezquites, ya que era preferible que estos no crecieran tanto para que no impidieran el paso al arroyo al momento de que las vacas pasteaban por el lugar.

—¡Un corral! ¿De qué sirve un puto corral? —decía Pedro una y otra vez, recordando, con amargura, las palabras del comisario.

Cortaron las estacas que necesitaban, y, de cuando en cuando, comían frijoles tomados directamente de la olla, la cual se encontraba encima de unas brasas que Julio se dio a la tarea de encender, de igual manera ahí mismo calentaban las tortillas.

En poco tiempo, Pedro cortó algunos palos gruesos que servirían para levantar el nuevo corral, en el que se utilizaría la malla de gallinero del anterior.

Con la cuerda amarró las estacas, y a eso de las diez de la mañana terminaron con el trabajo y se encontraban quitando el corral anterior para levantar el nuevo. Julio, que a sus escasos trece años ya había levantado ese corral en más de diez ocasiones, lo hizo todo con muy poca ayuda de su padre. Una vez terminado, quedó mucho mejor que el anterior, pero solo era cuestión de tiempo para que un coyote avispado lo cruzara de nuevo.

—Iré a hablar con el jodido comisario sobre esto. Suelta las vacas un par de horas —le ordenó antes de meterse a la casa.

Julio hizo lo que se le indicó, y cuando llevaba las vacas al arroyo, vio a lo lejos a Ricardo y a Juan, quienes corrían para adentrarse a este. Lanzó un silbido, y mucho antes de que se acercaran ya había amarrado las vacas a los mezquites para que comieran del zacate seco que se extendía sobre el borde.

—¿Traen cigarros? —preguntó Julio luego de bajar al arroyo y acercarse hasta ellos. Su respiración era trabajosa.

—Nomás dos —Los enseñó Juan al abrir su mano sudorosa.

—Prende uno, necesito fumar luego de lo que pasó ahora.

Antes de que Juan hiciera lo que Julio indicó, levantó la vista y se aseguró de que nadie anduviera cerca. Prendió el cigarro y se tiró en la arena helada del arroyo. El sol apenas calentaba, y por eso el aire frío golpeaba con fuerza.

—¿Qué sucedió? —preguntó Ricardo a la vez que le daba una calada al cigarro.

—Los jodidos coyotes volvieron y se comieron al único gallo que tenía mi papá. —Le quitó el cigarro a Ricardo—. Y todo por culpa de ese marica del comisario. Mi papá irá a hablar con él, pero no sirve de nada, ayer me dijo que tenía mierda en la cabeza. ¿Cuándo han visto una mierda hablando? —Le dio dos fumadas más, y luego soltó una carcajada junto con los demás. Juan le quitó el cigarro de las manos.

Julio esperó con impaciencia a que llegara el cigarrillo de nuevo. Mientras esperaba, le vino a la mente lo que pensó la noche anterior. Por breves momentos dudó en contarlo a sus amigos, ya que quizá no compartirían sus pensamientos, y podrían salir corriendo a decir a sus padres, o incluso al comisario, las intenciones que Julio tenía en mente. Pero le pareciera correcto o no, debía decirles. Ese niño seguía libre, y mientras a nadie le importara, podría acabar con la vida de alguien más, alguien inocente.

No dijo nada, la duda aún lo atormentaba. Se acabaron el cigarro y siguió convencido de no abrir todavía la boca. Los conocía, sí, pero eran asuntos más delicados que no cualquier persona se tragaría y aceptaría así nomás.

—¿Cuántos hermanos pequeños tienes, Ricardo? —preguntó al tiempo que escarbaba en la arena fría.

—¿Por qué? —cuestionó Ricardo sin responder. Seguro le pareció una pregunta estúpida, y Julio pudo distinguirlo en su rostro, después de todo, casi los veía a diario.

—¿Y si alguno de ellos hubiera muerto en lugar de Carlos? —En ese momento despegó la vista del suelo y miró los ojos de su amigo.

—¿A qué te refieres, Julio?

—Sí, ¿de qué hablas? —intervino Juan con el último cigarro en la mano izquierda y la caja de cerillos en la otra.

—Si Manuel hubiera matado a uno de ellos en lugar de Carlitos, ¿qué hubieras hecho?

—Pero Manuel no mató a nadie, por esa razón es que no se le encarceló —lo corrigió Juan. En sus palabras no existía enojo, mas sí confusión.

—¿Estás seguro? —le preguntó Julio.

—No nos toca a nosotros investigar. El comisario ya cerró el caso –añadió Ricardo.

—La verdad yo no creo que haya sido un accidente. Pienso que el cabeza de mierda del comisario lo está protegiendo. Después de todo, el señor Raúl es gran amigo suyo —comentó, plantando cierta duda en sus amigos. Las palabras que Pedro dijo la noche anterior eran buenas, y una vez más pensó que estas eran tan reales como lo que sucedió en el pueblo unas semanas atrás.

—Podría ser —susurró Ricardo.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué? —La paciencia de Ricardo parecía haberse agotado.

—¿Qué habrías hecho si hubiera matado a alguno de tus hermanos pequeños? —volvió a preguntar con voz insistente, pero en esta ocasión esperaba una respuesta y no más preguntas estúpidas.

—No lo sé, vengarme tal vez.

—Pues ese mocoso de mierda sigue ahí, libre. ¿Quién nos asegura que no está preparando un segundo asesinato? —Confió no solo en sus palabras, sino en sus amigos para que se convencieran de lo que era correcto hacer.

Juan encendió con urgencia el segundo cigarro a pesar de ser el último. Se lo llevó a los labios y aspiró tan fuerte que tosió y escupió a la arena. Lo pasó a Ricardo, y este a su vez a Julio después de fumar.

Esperaba que ambos estuvieran dispuestos a asentir a la idea que dejó en el aire. Así que guardó silencio, pero no era cualquier silencio, este parecía atormentar solo a aquellos que tenían pensado salir llorando como unos auténticos maricas.

Les dio más tiempo.

Siguieron fumando, calada tras calada hasta que se acabó el cigarrillo. Pudo ser testigo de cómo el silencio era fracturado al escucharse lejos de ellos, aunque con demasiada claridad, las pisadas de las vacas que iban y venían hasta donde la cuerda se los permitía.

—Tienes razón —repuso Ricardo al fin—. Podría ser que chingue a alguien más.

—Esperen un momento. ¿Y cómo piensan impedirlo? La última vez el pinche comisario amenazó con decirle a nuestros padres si es que volvíamos a tocar a la mierdita esa —advirtió Juan, por lo visto él parecía ser el único con sentido común. El único marica.

—Pues debemos encontrar una forma para abrirnos camino. Amenazarlo de igual manera si es que llega a hablar. Unos cuantos chingazos serán suficientes para hacerlo entender —sugirió Julio, y a su vez le llegaba el vago recuerdo de las palabras exactas de su padre: «El fuego puede combatirse con fuego».

Tenía bien en claro que alguien más podía darse cuenta si golpeaban a Manuel, pero si la mayoría de las personas creyó que Carlos murió por una caída, entonces no debía ser difícil hacerles tragar que los golpes, que en un futuro comenzarían a aparecer en el pinche mocoso asesino, serían a causa de caídas. Sonrió a pesar de que nadie lo veía y mientras esperaba a que sus amigos se animaran a hacerlo.

—No voy a esperar a que a uno de mis hermanos le suceda lo mismo. —Las palabras de Ricardo fueron como dulces para Julio por su amarga espera. La sonrisa volvió a sus labios. Fue tan fácil de convencer que lamentó no haber empezado antes.

No fue necesario hablar más del tema, pues los dos estaban seguros y convencidos de que si querían hacer algo por el pueblo, debían actuar solos. Solo era cuestión de esperar a que Juan estuviera de acuerdo con ellos, pero por el tiempo que llevaba de conocerlo, sabía que caería más rápido que una ficha de dominó.

Despegaron el culo de la arena, y a falta de cigarros se pusieron a jugar. Comenzaron a lanzar escupitajos verdosos con el fin de ver quién los arrojaba más lejos.

—¿Dos metros? Estás perdiendo ritmo, Juan —comentó Julio, y después carraspeó con el fin de despegar los mocos que se adherían en su garganta—. Este sí parece bueno. Quítense, maricas, dejen pasar a un auténtico competidor —dijo, y lanzó un escupitajo tan verde y grande que navegó con envidiable libertad por los frescos vendavales como si de un pájaro se tratara. Voló algunos metros, quizá siete o un poco más, ninguno de los tres se molestó en ese momento por intentar imaginar una distancia aproximada, pues no querían perderse tan fantástico y elegante vuelo. Era como ver alguna extraña maravilla, y guardaron el respeto que merecía mientras bajaba hasta tocar el suelo para cubrirse de arena como una bola de nieve que va en picada.

Recibió los aplausos que el espectáculo merecía. Juan se avergonzó al ver su escupitajo tan cerca. Pensó que si estiraba la mano podría tocarlo. Ricardo no quiso concursar, pero debía hacerlo. Siempre eran tres los participantes y siempre debía haber tres gargajos en el suelo, eran las reglas.

—Su turno, señor Perdedor —dijo Julio en tono burlón, y extendió el brazo izquierdo, invitándolo a participar.

—Ahora sí arrojaste uno bueno. Podría dar de comer a todo el pueblo —protestó Ricardo, y expectoró con fuerza. Se detuvo y volvió a intentarlo. Por los sonidos guturales e inhumanos que se producían en su cavernosa garganta, parecía que lanzaría uno grande, incluso Julio se sintió intimidado al ver que Ricardo seguía y seguía juntando mocos y flemas para lanzar algo digno con el fin de competir contra el de él.

—Ya duró demasiado, no creo que lo soporte —observó Juan, y al mismo tiempo dio un paso detrás de la raya trazada sobre la arena del arroyo.

—Solo está de payaso. Ni siquiera mi papá dura así cuando arroja uno grande, y vaya que los de él sí son para competir mundialmente —se quejó Julio, que, sin darse cuenta, retrocedió junto con Juan.

—Ya lo verás —habló Ricardo con dificultad. Si hubiera abierto más la boca se le habría salido todo por la comisura de los labios.

En el momento preciso en el que aquel proyectil húmedo, y lleno de mocos y saliva, iba a salir disparado, llegó el padre de Julio.

—Mete las putas vacas, y ven a la casa —se escuchó la voz áspera de Pedro que incomodó a todos. Parecía enojado, y Julio pudo deducir la causa de aquella molestia.

Observó por unos segundos desde el borde del arroyo, quizás intentaba entender las cosas en las que se divertían.

Ricardo se sobresaltó tanto que al girar se tragó todo lo que estaba destinado a arrojar. Se pudo escuchar cómo el bolo pasó por la garganta de manera forzada debido a su incalculable tamaño.

—Está bien —respondió Julio, y esperó a que su padre se largara para hablar con sus amigos—. Gané, lo hubieras arrojado en lugar de comértelo. Más tarde nos vemos, piensen en lo que dije —añadió, luego salió con dificultad del arroyo y se alejó.

Desató las dos únicas y míseras vacas flacas que tenían. Dejó a sus espaldas la orilla del arroyo y se acercó cabizbajo hasta su casa. Sin embargo, no se encontraba abatido, sino que era todo lo contrario, en ese momento parecía estar de muy buen humor. El pequeño asesino recibiría una buena lección, quizá no tan efectiva como las que su padre daba a Juana, pero de algo debía servir. Y es que ya había sido testigo de tantas lecciones que creía estar listo para ser él el que las diera.

No podía fallar. No debía fallar.

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