Detiene su marcha acelerada hacia Nick y me da un repaso que termina en mi cuello, donde su mirada se queda fija. Ha visto el collar, porque es difícil no verlo, pero no le fascinan su belleza o su brillo (¡qué va!), sino que está pensando en quién lo ha comprado y, a juzgar por la mueca que hace con su cara llena de bótox, ha dado en el clavo.
Instintivamente, tomo el diamante, como si lo estuviera protegiendo de sus ojos pequeños y brillantes. Me mira con envidia y entonces repara en mi cuerpo cubierto de encaje. Enderezo la espalda y sonrío con dulzura.
—Ya estoy aquí —gruñe Nick, colocándome a su lado.
Entramos en el bar, donde Tomás está dando instrucciones al personal. La estancia es ahora tres veces más grande, y caigo en la cuenta de que las puertas que dividen el bar y el restaurante están abiertas y hay decenas de mesas altas de bar con sus taburetes distribuidas por las dos salas.
—Siéntate aquí. —Nick me muestra un taburete junto a la barra y llama a Tomás a