Le subo la bragueta y le abrocho los pantalones. Me deja hacer.
—Pierdes el tiempo —dice—. Estarán en el suelo en cuanto te haya metido en casa.
Luego me toma de la mano, me saca del ascensor y me lleva al ático. Abre la puerta y un delicioso aroma invade mis fosas nasales.
—¡La cena!
Se me había olvidado por completo. Gracias a Dios, apagué el horno antes de salir, si no, ahora esto estaría lleno de camiones de bomberos y más facturas de mantenimiento.
Me conduce a la cocina y me suelta la mano para coger una manopla. Se la pone y saca una fuente con una hermosa lasaña demasiado hecha y la tira a un lado, mientras niega con la cabeza.
—Tengo asistenta y cocinera y, aun así, te las apañas para quemar la cena. —Me mira con una ceja arqueada.
Con nuestros gritos y la consiguiente reconciliación me había olvidado de la pobre mujer con la que fui tan maleducada. Tendré que pedirle disculpas. Seguro que cree que soy una hija de perra.
—¿Volverá? —pregunto, culpable.
Se ríe.
—