—Sí, muchacha —dice con su forma de hablar de siempre—. Pero, como ya te he dicho, sólo es así contigo.
Dejo caer la mano en el regazo y miro a Mark, que, como siempre, está tamborileando con los dedos sobre el volante.
—¿Y en el trabajo no se comporta como un lunático?
—No.
Frunzo el ceño.
—¿Es simpático?
—Sí.
Suspiro con toda el alma para que Mark sepa que quiero una respuesta más larga.
—¿Por qué?
Me mira y me deslumbra con sus dientes blancos. Veo el brillo de su diente de oro.
—Muchacha, no seas demasiado dura con ese hijo de perra. Nunca le había importado nadie hasta que llegaste tú.
Me reclino en mi asiento y escucho cómo Mark comienza a tararear al ritmo del tamborileo de sus dedos. Es imposible que a Nick nunca le haya importado nadie. Tiene treinta y siete años.
—¿Cuántos años tiene? —pregunto, sonriente.
Me gano otra sonrisa de Mark.
—Treinta y siete. Pero tú eso ya lo sabías, ¿no?
«¡Ay, no!»
Me muero de la vergüenza en el acto y me pongo colorada como u