Mundo ficciónIniciar sesión*—Dante:
Habían sido unos días intensos, como cada vez que llegaba esa época maldita en la que su cuerpo lo reducía a puro instinto.
El Rut de un alfa no era simple deseo; era una tormenta de hambre, posesión y desenfreno. Cada fibra de Dante ardía por morder, por reclamar, por hundirse en carne y dejar marcas hasta perder la razón. No había descanso, no había límites, solo la necesidad de vaciarse una y otra vez hasta quedar exhausto, rodeado de gemidos, sudor y el olor empalagoso de los omegas rendidos bajo él.
Había disfrutado como nunca, y ahora, cansado, volvía poco a poco a la realidad.
Dante suspiró, hundiéndose en el colchón de su gran cama mientras pateaba fuera las sábanas arrugadas.
En ese momento la puerta se abrió.
Con los ojos entrecerrados, alcanzó a distinguir la silueta de su asistente personal entrando a la habitación. No se acercó a la cama como esperaba, sino que fue directo a las ventanas.
Dante apretó los ojos cuando la luz comenzó a filtrarse y el aire fresco disipó el denso aroma de feromonas.
Una mueca curvó sus labios: era típico de Ezra. Cualquier otro alfa habría respirado hondo, embriagándose con los restos dulces de los omegas, pero no su asistente. Ezra Hayes era un alfa recesivo extraño, demasiado comedido, demasiado… frío. A veces Dante pensaba que su asistente era un maldito asexual, y eso lo hacía casi cómico en contraste con la vida libertina que él llevaba.
Aun así, Ezra podía ser lo que quisiera, porque seis años a su lado le habían enseñado algo: Ezra le hacía la vida más fácil. Siempre estaba ahí, resolviendo lo laboral y lo personal con la misma eficiencia, como si no supiera cansarse. A veces Dante temía que un día se hartara y lo dejara, pero al verlo tan diligente, lo dudaba. Ese hombre parecía hecho para servir. Aunque también le irritaba cuando se tomaba libertades que nadie le había pedido, como ahora, purificando el ambiente como si Dante fuera un inválido.
Sabía bien a qué se debía. Su madre lo había enviado: quería verlo en el bautizo de los niños en la familia. Con o sin Rut, había sido clara. Y claro, mandaba a Ezra como perro guardián para arrastrarlo fuera de su madriguera de excesos.
Dante debería negarse, quedarse hundido en la cama, fingiendo que aún no se recuperaba, pero si lo hacía, sería Ezra quien cargaría con el peso de su desobediencia, y eso… eso lo irritaba más de lo que quería admitir.
El asistente se movió entonces, acercándose. Dante no lo vio, pero lo sintió. Ese olor siempre le resultaba extraño: el de los inhibidores que Hayes usaba todo el tiempo. Un alfa escondiendo sus feromonas era casi un insulto al orgullo de su raza. El deber de un alfa era llevarlas con altura, con orgullo, pero claro, Ezra no era un alfa cualquiera.
Dante lo sintió mirarlo, aunque no lo atrapó con la vista. Y su sexo, que todavía estaba sensible y cargado tras los días de calor, respondió, endureciéndose con descaro, pero su asistente no hizo nada, era como si estuviera viéndolo fijamente.
Su ceja se arqueó con diversión y se preguntó qué tanto veía.
«¿Qué miras, Hayes?», pensó con sorna. ¿Acaso se creía con derecho a compararse? ¿Se sorprendía de que la polla de un alfa dominante como él dejara en ridículo a la de cualquier recesivo?
Era normal. Solo había que verlos juntos para notar las diferencias. Dante era todo exceso y poder, un Delacroix en cuerpo y nombre; Ezra, en cambio, siempre recto, comedido, elegante en exceso, casi invisible.
Y aun así… Dante estaba disfrutando que lo mirara. Algo en él, algo que no quería nombrar, vibraba con ese escrutinio silencioso.
Lo irritaba. Lo confundía. Y por eso mismo, lo disfrazaba de repulsión.
Porque un alfa con otro alfa no iba. No debía ir.
Dante decidió terminar con la charada y abrió los ojos. La luz lo cegó por un instante, pero pronto sus pupilas se adaptaron y la figura frente a él se hizo nítida. Sí, ahí estaba: Ezra Hayes, de pie junto a su cama, mirando directamente hacia su polla endurecida.
El muy cabrón parecía sin aliento, como si lo que veía lo hubiera dejado petrificado. Dante conocía bien el efecto que causaba; sabía lo atractivo que era, incluso en su estado descuidado de los últimos meses. Había aprendido a leer esas miradas y la de Ezra no era excepción.
¿Atracción? ¿Deseo contenido? O quizás simple envidia: al fin y al cabo, entre un alfa dominante y un recesivo siempre había una brecha marcada por la biología.
El carraspeo torpe de Ezra lo sacó de sus pensamientos. Sus ojos, al fin, subieron a su rostro y Dante alcanzó a ver cómo las mejillas del asistente se teñían de rojo, como si lo hubieran sorprendido robando un secreto. El jadeo que escapó de su garganta fue música inesperada para los oídos del alfa, y el simple hecho de percibirlo lo excitó más de la cuenta.
M****a. Estaba viéndolo con otros ojos… y no eran precisamente los adecuados.
—B-buen día, señor Delacroix —balbuceó Ezra, intentando aferrarse a la compostura, aunque el sonrojo lo traicionaba—. Es hora de levantarse y comenzar un nuevo día.
Dante exhaló un suspiro profundo, luchando contra la visión que lo atravesaba.
Era la primera vez que lo veía romper su máscara de estoicismo. ¿Por qué ahora? ¿Solo porque había visto su polla? Debía de ser la primera vez que lo tenía desnudo frente a sí, y aún así… Dante no pudo evitar la imagen que lo golpeó: la boca de Ezra envolviéndolo, esos labios firmes y perfectos tragándose su carne. Fantasía absurda, impropia. Hayes era demasiado regio, demasiado intocable… demasiado “alfa” como para dejarse tentar, pero la idea se aferraba a su cabeza como un veneno dulce.
Un calor repentino lo recorrió y supo que sus feromonas habían escapado. No necesitaba un espejo para saber que sus ojos dorados habían brillado bajo el influjo de la excitación. Contó hasta diez en silencio, obligándose a retomar el control. Cuando volvió a mirar, el resplandor había cedido, pero la tensión permanecía allí, viva.
El nerviosismo de Ezra era evidente. Dante lo vio bajar la mirada, como si temiera encontrarse con su brillo predatorio. Y eso… le arrancó una carcajada ronca. La garganta le ardía después de días de sexo ininterrumpido, de gritos y gemidos, pero aun así sonaba como debía: como un alfa satisfecho.
—En verdad eres un aguafiestas, Hayes —dijo con una sonrisa ladeada, disfrutando del momento, del contraste entre la rigidez de su asistente y el caos que él arrastraba.
El otro sonrió nervioso, como si intentara recomponerse, hasta que volvió a erguirse, impecable y frío, el mismo Ezra de siempre.
—Sería bueno que se levante y se dé una ducha, señor Delacroix —le pidió su asistente—. Son ya casi las diez y recuerde que el evento comienza a las diez y media.
Dante maldijo entre dientes y, resignado, se incorporó con toda la fuerza de su estatura. La sábana cayó al suelo y su polla osciló pesadamente entre sus piernas. Captó el instante en que Ezra apartó la mirada de golpe, demasiado tarde. Dante sonrió. No necesitaba que lo mirara dos veces: con una bastaba para saber que lo había hecho.
—Eres tan cómico, Hayes —murmuró, divertido, antes de encaminarse al baño.
El desastre lo recibió como un reflejo de lo que habían sido los últimos días: charcos de agua en el suelo, envases de gel volcados, condones usados, restos de lubricante impregnando el aire.
Dante arqueó una ceja y sonrió con descaro. Aun cuando un alfa dominante no necesitaba condones, ni por enfermedades ni por riesgo de embarazos, ya que él mismo se había encargado de inutilizar sus “cojones” hacía más de una década, disfrutaba el ritual, la provocación del látex, la sensación de poder desgarrarlo.
Cerró la puerta tras de sí, se miró al espejo y sonrió con un dejo de satisfacción. El bautizo sería un fastidio, sí, pero apenas terminara, regresaría a su mundo: a su cama, a sus amantes, a ese frenesí que ni siquiera tres días de Rut habían saciado.
Se duchó rápido, se cepilló los dientes y, al salir de la habitación con una toalla rodeándole la cintura y otra más pequeña descansando en su cuello, notó la diferencia. La cama estaba hecha, el suelo más despejado y los rastros de la noche anterior casi borrados. Claro, había sido Ezra. Dante tenía un equipo de limpieza exclusivo para ese apartamento, pero su asistente siempre encontraba la manera de meter mano en asuntos que no le correspondían.
Dante soltó un suspiro cansado, uno más de tantos en esa mañana, y pensó, no por primera vez, que quizás debería esforzarse en ser menos desastroso, pero era imposible: era dueño de los clubes nocturnos más cotizados de la ciudad y su reputación como alfa dominante estaba construida sobre excesos, lujos y placeres. Ese apartamento era su refugio íntimo, el lugar donde celebraba fiestas privadas o donde se encerraba durante su Rut, hundiéndose durante días en los cuerpos complacientes de sus omegas. Por lo que era normal que hiciera un desastre en ese lugar.
En la puerta del armario colgaba un traje recién salido de la tintorería, impecable, acompañado de unos zapatos perfectamente lustrados. Antes no estaba allí, por lo que era probable que Ezra lo había colocado mientras él se duchaba. Tan diligente como siempre… quizá merecía un extra por esa atención al detalle.
Con una sonrisa distraída, Dante dejó caer la toalla y comenzó a vestirse con el traje de tres piezas. Ese día tenía un compromiso familiar: sería padrino en el bautizo de uno de sus sobrinos. Un evento al que había prometido asistir antes de que su Rut irrumpiera en la misma semana y lo dejara casi fuera de combate, por lo que, por mucho que se quejara, no lo podía evadir.







