3

*—Ezra:

Escuchó el sonido de una puerta abrirse y, de inmediato, los aromas dulces e inconfundibles de los omegas dominantes lo envolvieron. Ese dulzor empalagoso, mezclado con la intensidad especiada que aún impregnaba el ambiente por Dante, le revolvió el estómago y le aceleró el pulso.

—Dante nunca nos dijo que tenía algo que hacer —escuchó la voz cargada de fastidio de Liam.

Al girarse, Ezra los encontró a ambos acomodados en las sillas de la isla de la cocina. Liam y Sasha ya estaban vestidos, aunque apenas: las blusas de gasa transparente y abiertas dejaban ver la piel marcada, sus cuellos con sus collares de protección y clavículas plagados de chupetones y ligeras mordidas que brillaban bajo la luz blanca de la cocina. Eran testigos evidentes de las noches intensas que habían vivido. Liam lo miraba con los brazos cruzados, la barbilla alzada y la expresión acusadora, como si todo lo ocurrido fuera culpa suya.

—Nos dijo que limpiaste su agenda por una semana —continuó Liam quejándose y dejando caer las palabras como si fueran un reproche.

—Y lo hice —respondió Ezra con calma forzada, esbozando una sonrisa diplomática mientras giraba para revisar cómo el café comenzaba a subir en la cafetera—. Pero había un evento que no podía posponerse, y su madre fue muy clara: el señor Delacroix debe asistir con o sin Rut.

—Anoche estaba muy intenso, casi agresivo. ¿De verdad crees que querrá ir a ese evento? —preguntó Sasha, con un dejo de preocupación más genuina que la de su compañero.

Ezra se encogió de hombros. Probablemente no. Convencer a Dante sería un reto, pero era su deber como asistente lograrlo.

—Traje inhibidores para él —explicó entonces, señalando discretamente un pequeño estuche en la encimera. Los inhibidores eran medicamentos diseñados para los alfas en pleno Rut; no eliminaban por completo la necesidad biológica, pero reducían la intensidad del impulso, ayudando a que el alfa pudiera mantener la calma y funcionar de manera más controlada en situaciones públicas.

—En verdad eres un aguafiestas, ¿lo sabías? —lo cortó Liam con desdén, lanzándole una mirada venenosa.

Ezra soltó un suspiro cansado y se volvió hacia ellos, decidiendo enfrentarlo directamente.

—Si quiere quejarse, puedo facilitarle el número de la señora Delacroix. Estoy seguro de que ella estaría encantada de escucharlo, señor Freeman —le indicó Ezra con tranquilidad, deseando lanzarle la taza de café para que se callara de una buena vez. 

Liam hizo una mueca amarga y masculló una maldición entre dientes. Ezra, satisfecho en silencio, prefirió continuar con lo suyo. 

Les llevó dos tazas de café humeante, acompañándolas con un bol de croissants recién traídos, y deslizó por la mesa un par de cajas de supresores, por si ellos también los necesitaban.

—Eres un amor, Ez —dijo Sasha con educación, tomando la taza con una sonrisa suave. Aquello le arrancó a Ezra un pequeño remordimiento; por más que odiara la situación, no podía odiar realmente a Sasha, tan amable y educado.

—Siempre a tu orden, señor Jansen —respondió con cordialidad.

El omega dominante se mordió el labio con picardía, inclinándose un poco hacia él.

—Si alguna vez necesitas una ayudita con tus… necesidades íntimas, no dudes en llamarme, ¿sí? Estoy loco por hincarte el diente, Ez.

Ezra soltó una carcajada breve, más divertida que ofendida. No era la primera vez que Sasha lo provocaba de esa forma; a menudo le decía que era demasiado regio, demasiado serio, y que alguien tenía que “desordenarlo un poco”. Lo gracioso era que Sasha, como la mayoría, también creía que Ezra era un alfa recesivo. Ni él ni Liam sospechaban que compartían el mismo sexo secundario.

—El señor Delacroix no aprecia que sus amantes se acuesten con otras personas, señor Jansen—le recordó con tono ligero, pero firme. Era una regla real: Dante jamás compartía lo que consideraba suyo.

—Creo que contigo haría una excepción —replicó Sasha con una sonrisa cargada de deseo.

Ezra rió otra vez, pero esta vez el sonido fue seco, hueco. Sabía que jamás habría tal excepción. Para Dante, él no era más que un supuesto alfa recesivo encargado de mantener su vida en orden. Nunca sería algo más.

—Continúen desayunando —les indicó, recogiendo un par de servilletas—. Iré a despertar al señor Delacroix.

Sasha asintió con amabilidad, mientras Liam lo fulminaba con una mirada cargada de desprecio. Ezra ignoró ambas reacciones y salió de la cocina con paso firme, aunque por dentro, la envidia le ardía como un hierro al rojo vivo.

Volvió a la recámara principal. Abrió la puerta con el mismo cuidado que antes y, esta vez, fue directo hacia las ventanas. Las descorrió aun sabiendo que aquello molestaba a su jefe, pero necesitaba que el aire fresco disipara el aroma cargado que impregnaba la habitación. Respiró profundo cuando las feromonas comenzaron a diluirse, aunque su corazón no dejaba de latir con fuerza.

Al girarse hacia la cama, quedó petrificado. La sábana se había deslizado hasta el suelo y Dante se encontraba completamente desnudo. No fue solo la exposición lo que lo dejó inmóvil, sino la posición en la que estaba. El alfa tenía las piernas abiertas, mostrando sin pudor lo que ocultaba allí: un par de testículos grandes, pesados, y su miembro grueso y largo, erecto, arqueándose orgullosamente sobre su abdomen.

El ano de Ezra se contrajo de forma involuntaria y una oleada de calor lo recorrió al instante.

Tragó saliva, intentando apartar la mirada, pero la curiosidad y el deseo pudieron más que la disciplina. Se acercó un poco, como si la tentación lo arrastrara sin remedio. Su jefe no solo tenía un tamaño intimidante, también llevaba piercings incrustados en el tronco y pequeñas cuentas bajo la piel, detalles que hacían que cualquier omega en la ciudad hablara de él con un brillo en los ojos. Ahora entendía por qué todos aseguraban que Dante Delacroix los hacía perder la razón en la cama.

Sin embargo, lo peor era que no se trataba solo de su virilidad. Dante, incluso dormido, era la representación de la sensualidad peligrosa. Su cabello negro, herencia del clan Delacroix, lo llevaba suelto hasta los hombros, indomable y temerario. Los tatuajes que recorrían sus brazos, los piercings en orejas y pezones… todo en él gritaba exceso, desafío y pecado.

Ezra se mordió el labio inferior, luchando contra la imagen que se grababa en su mente: él, rendido bajo ese cuerpo, recibiendo hasta el más mínimo roce de placer. El simple pensamiento lo hizo estremecerse y apretar los muslos. No podía permitirse fantasear, y mucho menos perder el control en esa habitación.

Carraspeó, obligándose a alzar la vista hacia el rostro de Dante, pero un jadeo se escapó de su garganta al ver sus ojos abiertos, brillando en dorado. El instinto de alfa excitado era inconfundible, así como el peso de sus feromonas intensificadas en el ambiente.

—B-buen día, señor Delacroix —dijo Ezra con la voz más firme que pudo reunir, aunque sus mejillas ardían—. Es hora de levantarse y comenzar un nuevo día.

Dante lo observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Luego cerró los ojos, como si lo ignorara. Ezra soltó un suspiro tembloroso, convencido de que había salvado la compostura… hasta que los párpados se abrieron de nuevo y dos joyas azules lo atraparon. Ya no era el brillo dorado del instinto, sino el azul intenso que lo desarmaba siempre.

Una carcajada ronca retumbó en la habitación, seguida de una sonrisa ladeada y peligrosa en los labios de su jefe.

—En verdad eres un aguafiestas, Hayes.

Ezra reprimió el estremecimiento que le provocó ese tono grave, esa mirada cargada de poder. Enderezó la espalda y asintió con rigidez.

Al final, ese era su trabajo: ser el asistente de Dante Delacroix. Nada más. Un engranaje más en la maquinaria impecable del alfa. Y, sin embargo, en lo más profundo de su pecho, en cada fibra de su cuerpo, Ezra sabía que lo deseaba con una intensidad que lo estaba consumiendo día tras día. Era un fuego que lo devoraba en silencio, un anhelo que jamás se atrevía a mostrar, porque cruzar esa línea significaba perderlo todo.

Se obligaba a repetírselo como un mantra, a recordarse que Dante nunca sería suyo. Cada vez que sus pensamientos divagaban hacia lo prohibido, cada vez que el aroma de las feromonas del alfa lo embriagaba hasta marearlo, debía volver a ponerse la coraza: Eres su asistente, nada más.

Porque Dante Delacroix nunca se detendría a mirar a un omega recesivo como él. El alfa tenía a su disposición amantes hermosos, dispuestos a todo, cuerpos que se rendían ante su toque y labios que lo llamaban con descaro. Dante era un hombre que pertenecía a la noche, al placer desenfrenado, al poder que ejercía sin restricciones. Ezra, en cambio, solo era la sombra que lo acompañaba en silencio, el que organizaba su vida para que nada se saliera de control.

Un deseo imposible.

Una herida que se abría un poco más cada día.

Y, aun así, Ezra no podía apartarse de él.

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