5

*—Dante:

Ya vestido, se peinó el cabello hacia atrás y se observó en el espejo, torciendo el gesto con una mueca. Llevaba meses descuidando su aspecto a propósito, con la única intención de que su madre lo dejara tranquilo y dejara de empujarlo a asistir a citas a ciegas. Estaba obsesionada con verlo casado, sentado y con un compañero de vida, como sus tres hermanos mayores, quienes también eran alfas dominantes, solo que estos estaban vinculados y felices con sus parejas.

Dante se alegraba por ellos, claro, pero esa vida no era para él. Atarse a alguien para siempre, compartir cada pensamiento, cada sentimiento, cada herida… sonaba asfixiante. Decían que un vínculo era lo más hermoso que podía existir, pero para él era un arma de doble filo, una condena disfrazada de milagro. El simple hecho de imaginar perder a su pareja y quedar vacío lo repelía.

Así que no, lo sentía por su madre. Él seguiría viviendo como siempre: con libertad, placer y sin cadenas, hasta el último de sus días.

Cuando estuvo listo, salió de la habitación. El aroma dulce de Liam y Sasha ya no flotaba en el aire; en su lugar, el olor a café recién hecho impregnaba el ambiente. Las ventanas estaban abiertas y, al igual que había hecho con el dormitorio, Ezra se había encargado de ventilar todo el apartamento.

Dante hizo una mueca. Le gustaba el olor de sus omegas: Liam olía a coco azucarado y Sasha a fresas con crema. No era un hombre muy dado a los aromas dulces, pero ellos tenían algo que lo atrapaba, un matiz que lo hacía desear hundirse en sus cuellos hasta quedarse saciado. En cambio, a su asistente parecía no agradarle en lo más mínimo. 

¿Qué le gustaba, entonces? ¿Fragancias intensas de alfas dominantes, más ásperas y agresivas? Si tenía esas inclinaciones, allá él…

Al entrar en la cocina, lo vio. Ezra estaba en el balcón trasero, de pie, mirando el horizonte matinal de la ciudad. Erguido, elegante, con la espalda recta y la taza de café en la mano. Dante se quedó observándolo un momento. Siempre tan regio, tan contenido, tan malditamente aburrido… y, aun así, imposible de ignorar.

En los seis años que llevaban trabajando juntos, Ezra había sido impecable, serio, eficiente, hermético. Dante había hecho de todo para sacarlo de ese molde, pero nada parecía afectarle… hasta que lo vio desnudo por primera vez hace un rato. Solo entonces había vislumbrado una grieta en esa fachada perfecta. Y desde ese momento, la curiosidad lo corroía.

¿Cómo sonaría gritando en la cama? ¿Qué postura le arrancaría un gemido? ¿Qué fantasías ocultaba bajo esa máscara de asistente ejemplar? ¿O acaso sería virgen todavía?

La mirada de Dante descendió descaradamente por su cuerpo. 

Ezra era alto, de complexión atlética, hombros bien formados y rostro demasiado atractivo para pasar desapercibido: aquellos ojos verdes que cambiaban dependiendo de la luz, que, a veces, le recordaban al resplandor de las esmeraldas bajo el agua; el cabello oscuro, siempre peinado con precisión, enmarcando su elegancia natural. Los trajes parecían hechos a medida para él, resaltando cada línea de su figura. No era ciego: en los clubes, Dante había notado la forma en que omegas y betas se giraban a verlo pasar. Dudaba mucho que fuese virgen… aunque si lo fuera, mejor aún.

Su atención se detuvo en su trasero, firme, redondeado, como hecho para encajar entre sus manos.

Dante nunca se había metido con un alfa, su debilidad eran los omegas, con la suavidad de su piel y su lubricación natural, o algún beta de vez en cuando, pero con Ezra… podría hacer una excepción. Solo imaginarlo inclinado sobre la isla de la cocina, jadeando, con su voz grave quebrándose mientras gritaba su nombre, le hizo esbozar una sonrisa cargada de deseo.

Se rió bajo, divertido por su propia fantasía, y ese sonido bastó para que Ezra girara apenas la cabeza, sorprendido, con el rostro levemente pálido. Dante aprovechó para moverse hacia la isla, donde un bol con croissants lo esperaba. Se sentó en una de las butacas altas justo cuando Ezra se acercaba. 

El asistente, con la misma calma impecable de siempre, le sirvió una taza de café.

—¿Y mis chicos? —preguntó Dante, refiriéndose a Liam y Sasha.

Ezra hizo una mueca antes de responder:

—Tuve que despacharlos para que pudiera alistarse sin interrupciones.

Las cejas de Dante se alzaron, divertido.

—Qué atrevido, Hayes.

—Después del evento puede llamarlos y pedirles que regresen —sugirió con naturalidad, mientras se giraba hacia el fregadero—. De paso, estaré contactando una floristería y una joyería para enviarles algunos detalles. Así los alegra.

Dante lo observó de espaldas, una sonrisa ladeada curvándole los labios.

—Siempre tan diligente, Hayes —dijo, tomando la taza de café—. Gracias.

Su asistente no lo miró mientras asentía, pero Dante sabía que en el fondo estaba sonriendo, complacido por el cumplido a su impecable trabajo. Aprovechando que le daba otra vez la espalda, dejó que su mirada volviera a posarse en ese trasero firme que tanto le llamaba la atención.

Dios… ¿cómo era posible tener un trasero así y no usarlo?

Dante conocía a un par de alfas con preferencias poco comunes, algunos incluso disfrutaban ser penetrados, y viendo a Ezra, no le sorprendía pensar que tal vez fuera de esos. En seis años de trabajo, jamás le había conocido pareja. Claro, Ezra jamás hablaba de su vida privada, pero por Engel, primo de Dante y amigo cercano de Ezra, sabía que estaba soltero.

Hoy la curiosidad lo estaba devorando, así que soltó la primera pregunta sin pensarlo demasiado:

—¿Cómo te gustan?

Ezra se tensó de inmediato y se volvió con el ceño fruncido, confundido.

—¿Qué?

—¿Cómo te gustan? —repitió Dante, con paciencia traviesa.

—Tomo el café solo —respondió Ezra con naturalidad, como si la pregunta hubiera sido literal.

Dante soltó una carcajada ronca, divertida y burlona. Dios santo, definitivamente este hombre era virgen. Porque cualquiera, al menos cualquiera con un poco de experiencia, habría captado el doble sentido al instante.

—Hablo de los omegas, Hayes —aclaró, todavía riéndose. Lo observó con atención y notó la sorpresa en los ojos de su asistente—. Sí, llevo rato preguntándome cómo te gustan tus omegas. Porque no te inmutas en lo más mínimo con Liam o Sasha… dime, ¿cuál es tu tipo?

Ezra lo miró en silencio unos segundos, demasiado largos para la paciencia de Dante.

—¿O prefieres a alguien como Engel? —insistió Dante con malicia—. Mi primo no parece un omega, con ese porte y esos aires de ángel caído. Tal vez te atraiga ese tipo: alguien que no luzca como un omega tradicional.

Ezra soltó un suspiro y volvió a ponerse su máscara de asistente impasible.

—Señor Delacroix, no estoy interesado en esas cosas.

Dante bufó, cruzándose de brazos.

—No te entiendo… ¿cómo sacias tu sed, entonces? —quiso saber Dante. Sabía que un alfa recesivo no tenía el Rut tan seguido como un dominante, apenas una o dos veces al año. Sus feromonas eran débiles, su urgencia menor, pero, aun así, el sexo era el sexo, y todo hombre necesitaba saciarse.

—Bebo mucha agua y a veces tomo electrolitos todos los días —contestó Ezra con calma, retorciendo la pregunta con esa flema irritante que sacaba de quicio a Dante.

—Hablo de sexo, Hayes. Dime cómo te gusta el sexo —exigió, con el tono grave de quien no estaba bromeando.

Ezra alzó la muñeca, miró su reloj y luego lo interrumpió con frialdad calculada.

—Se está haciendo tarde. Le recomiendo que se ponga en marcha.

Dante apretó la mandíbula, molesto, pero al final cedió. Sabía que, si se retrasaba, tendría a su madre llamándolo sin descanso. Cogió las llaves y el teléfono, y bajaron juntos en el ascensor hasta el estacionamiento subterráneo.

Apenas salieron, Ezra se dirigió hacia su propio vehículo, pero Dante lo alcanzó de un tirón, sujetándole la muñeca.

—Ven conmigo.

El asistente se quedó mirándolo, sorprendido.

—Es una celebración familiar, señor Delacroix —le recordó con el ceño fruncido.

Dante rodó los ojos. Sí, lo sabía, pero también sabía que detestaba ir a esos eventos. Solo cumplía por compromiso, y después de la misa estaba desesperado por largarse cuanto antes. Para eso necesitaba a Ezra.

—Sí, pero te usaré de excusa para escapar. Diremos que vinimos juntos y que tienes pendientes urgentes. Así me iré temprano.

—Tengo cosas que hacer —objetó Ezra, aunque Dante supo al instante que mentía.

—Cambia tus planes —ordenó, con un filo de molestia.

—Señor, yo… —balbuceó, pero Dante lo cortó con un suspiro cansado.

—Ezra, es una orden.

Eso bastó. El asistente abrió la boca, la cerró, y al final solo asintió en silencio. No tenía más remedio que aceptar.

Dejaron su auto en el estacionamiento y subieron juntos al todoterreno de Dante.

Durante el trayecto, Ezra no pronunció palabra, rígido, molesto. No necesitaba feromonas para notarlo: la tensión se leía en su rostro como un libro abierto y eso le encantaba Dante, sacar a su asistente de sus sitio.

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