Suspiro y con orgullo, le hablo.
—Es mi esposa —digo, en voz baja, con la punzada sorda de quien todavía no sabe si pertenece al cielo o al infierno—. Quiero que la conozcas.
Antes de que pueda guiar a Emili, aparece Misael, como un relámpago cargado de celo.
—Amor, ¿hasta cuándo vas a dejar que este lunático acapare tu tiempo? —su voz es brusca y protectora, no hostil.
Solo es él, cuidando lo que es suyo.
—Misa, solo estábamos poniéndonos al día —dice Emili, acercándose a él, dándole un beso tierno, como quien regresa a casa—. Sasha me iba a presentar a su esposa.
Misael me lanza una mirada afilada, pero no hay odio, solo desconfianza.
—¿Y cuándo piensas irte? Esto es una fiesta privada, no una cacería —su tono se mantiene cortante, pero ahora con una sonrisa forzada—. Aquí solo está la gente más cercana a la princesa.
—Qué extraño —respondo con una ceja alzada—. No sabía que setecientas personas eran parte del círculo íntimo de su alteza.
—Siempre tan jodidamente encantador —murmura,