El mundo se detuvo cuando Daisy abrió los ojos. Sentí que mi corazón, esa bomba biológica que siempre había ignorado en favor de la razón, se encogía hasta el tamaño de un guisante congelado para luego explotar con una furia de alivio que me inundó las venas.
No era un reflejo, no era un espasmo, era ella. Sus ojos, antes velados por la niebla del coma, ahora estaban fijos en mí, llenos de un entendimiento desesperado y una luz feroz. Ella había escuchado la condena y la prueba de mi absoluta desesperación, y volvió a mí clamando que no la dejara ir.
—¡Doctor Andrews, rápido! ¡Está consciente! —grité, y mi voz era un torrente incontrolable de alivio y pánico, apenas reconocible.
Me levanté tan rápido que la silla de metal se estrelló contra la pared en un ruido estruendoso que rompió el silencio aséptico de la UCI. Estaba enloquecido. Me había rendido. Pensé que Daisy me dejaría y que tendría que vivir una miserable vida sin ella.
El doctor Andrews y las enfermeras se precipitaron a l