No tuvimos una luna de miel exótica. Con siete meses de embarazo y mi sistema aun recuperándose del shock, el doctor Andrews había prohibido los viajes largos, así que Dalton ideó el plan perfecto: "una luna de miel de alta seguridad y bajo estrés" en una casa privada junto al mar, a las afueras de la ciudad.
Fue un mes de paz absoluta y una bendición.
Nos instalamos en una villa costera de paredes blancas y grandes ventanales que se abrían directamente a la arena. Por primera vez en nuestra relación, no había llamadas encriptadas, no había científicos furiosos ni planes de venganza. Solo había arena tibia, sol y el sonido constante de las olas rompiendo; una melodía rítmica que arrullaba nuestro caos interior.
Dalton, el hombre de las ecuaciones, se convirtió en un hombre de placeres simples como preparar café en una jarra. Me obligaba a comer porciones ridículamente grandes de mariscos frescos, siempre midiendo mis niveles de proteína, por supuesto, y pasábamos horas tumbados en la