Mi euforia por el beso se desvaneció un poco cuando mi padre, con la frialdad de un director de banco, me puso frente a la cruda realidad: un beso en la mejilla no era una relación.
—Ella te dio el inicio —me había dicho papá cuando me sentó esa noche—. Ahora tú tienes que asegurar el contrato.
Mi padre orquestó el movimiento. La clave era la exclusividad y la formalidad. No supe cómo, pero me dio el número privado de Daisy, un privilegio que solo los hijos de socios de alto nivel tenían.
—Un mensaje de texto es cobarde. La llamarás y serás directo, pero cortés. Le mostrarás que no tienes miedo de su fuego.
La mano me temblaba mientras marcaba. Me senté en el suelo de mi habitación, con el teléfono pegado a la oreja. Sentía el corazón desbocado, como si estuviera a punto de desarmar una bomba. Esa era la parte más difícil del plan, la exposición. Mi padre podía derrocar gobiernos, pero no podía hacerme valiente.
Ella contestó al segundo tono, con una voz alegre y agitada, como si hubi