El silencio de la mansión era una tortura. Cada habitación, cada rincón, cada parte de la casa estaba impregnado del fantasma de mi niño. Ya no había risas que rebotaran en las paredes de mármol ni el sonido de sus pequeños pasos en el pasillo. Dalton no estaba, y el vacío que dejó era un agujero negro que me absorbía.
Escuchaba su voz en la oficina, veía su diminuta silueta jugando con sus carritos bajo el ventanal. Me encerraba en su habitación por horas, sintiendo el aroma a vainilla de sus sábanas. Yo no era un hombre que llorara; el dolor siempre había sido una herramienta, nunca una emoción, pero la herida de no tener a mi hijo, de haberlo entregado voluntariamente, me había dejado decaído y sin ánimos.
Sin embargo, en el centro de ese dolor, había una extraña paz.
Tenía la certeza de que mi hijo estaría en buenas manos con Avery. Mi preocupación real era Viktor.
El hombre parecía ganar más y más terreno con el paso de las semanas. Me preocupaba que usara a Dalton como arma, no