La pequeña mano de Dalton en la mía era el arma más potente de mi arsenal, el único elemento que no se podía comprar, el único que podía detener la escalada. Mi intención, aunque no se lo admitiría ni al infierno, era clara: parar la guerra que se desataba en los medios. Esa exposición pública de su locura, de mi crueldad, era un cáncer que debía ser extirpado. Dalton estaba siendo perseguido por mis errores, siendo la burla en el colegio, y no me gustaba.
Abrí la boca para comenzar mi discurso, pero en el momento en que Avery vio a su hijo, el guion se rompió. Mi frialdad, mi control, todo se sintió estúpido y vacío. Se llevó las manos a la boca, sus ojos se llenaron y se desplomó. Las lágrimas eran reales, sin artificios, y se agarró a él con una ferocidad que solo una madre puede tener.
Ella, llorando, lo abrazó con más fuerza, susurrando la promesa de que nunca más se iría. Observé la escena con una fascinación helada. La Avery que yo conocía, la mujer quebrada, prisionera, rival,