La alfombra persa en la sala de audiencias era demasiado mullida para un lugar diseñado para la guerra. Semanas de enfrentamientos legales, semanas de ver a Avery al otro lado de la mesa, convertida en una criatura de leyes y resentimiento. Cada sesión era un asalto a mi paciencia, un lento drenaje de mi poder. Los abogados hablaban de jurisdicción, de bienestar, de horarios de visita, pero todo lo que escuchaba era el tic-tac implacable de un reloj.
Sentía que me quedaba poco tiempo con mi hijo. Por eso, cada noche, el ritual era sagrado. Abrazaba a Dalton con una fuerza posesiva que rayaba en la desesperación. No quería que me lo quitara. Sabía que era su hijo y que merecía pasar tiempo con él, pero me acostumbré tanto a tener a Dalton que dejarlo ir era como perder una parte de mí que sentía que no podría recuperar.
—Y el príncipe valiente siempre gana, ¿lo entiendes? —le decía, su aliento cálido en mi cuello.
Era una promesa para él, y un juramento para mí.
Después de dejarlo dorm