El caos estalló en mi oficina. Los teléfonos sonaban sin parar, cada timbre un grito de pánico que se sumaba al coro de mi rabia. Hacía años que no presenciaba semejante desorden. La red de puntos rojos, antes estática y controlada, parpadeaba sin control en mi mapa de la ciudad, un virus que se extendía sin que nadie pudiera detenerlo. El orden, mi orden, se desvanecía en el aire como humo, y la fuente de todo este caos era ella.
Avery maldita Fox.
Marcus entró en la oficina, su rostro estaba pálido, sus ojos llenos de miedo. Ni siquiera sabía lo que pensaba, pero podía imaginarlo: Oh Dios, iré a la cárcel por ser cómplice de asesinato. Maldita gallina sin huevos. ¿Acaso no conocía los riesgos? Yo los conocía y estaba tranquilo en mi silla, tomando mi whisky de dieciocho años.
Se detuvo frente a mi escritorio, sus manos temblaban. Me miró, y no tuve que preguntar. El daño estaba hecho, y lo sabía.
—Señor… no sé cómo... pero la información se está filtrando —dijo Marcus con la voz rota