Capítulo 4

— Llegamos a la primera aldea. — le dije a Kael al día siguiente.

— Ya era hora. — me respondió con esfuerzo, y no era para menos: Kael estaba cargando con la enorme carreta que usábamos para repartir los recursos.

— Es culpa tuya. Tú elegiste no turnarnos.

— Es un buen peso para entrenar.

— Coge un hacha, corta un árbol y úsalo de pesa.

— No sabía que te gustaba desperdiciar leña.

— Cállate. Deja de molestarme.

— No. Te lo dije: eres mi objetivo favorito.

— Entonces búscate otro.

— Uff. Es demasiado esfuerzo. Paso.

Entramos a la aldea, dónde ya nos estaba esperando el líder, su hombre de confianza y un chico muy joven.

— No os esperábamos de vuelta tan pronto. ¿Qué nos traéis ésta vez? — nos preguntó el líder de la aldea con nerviosismo.

— Lo de siempre. — respondió Kael soltando la carreta.

— Bien. Si podéis dejarlo aquí, yo me encargo. Así no os entretengo. — nos respondió. Le miré con los ojos entrecerrados.

— Lo haremos nosotros, como siempre. — respondí con sequedad.

— Pero... — la réplica de le atraganto cuando se encontró con el cuchillo de Kael en el cuello — Como siempre. ¿Queda claro?

— Sí — murmuró pálido.

— Bien. — respondí mientras Kael bajaba la mano sin guardar el arma. El líder la miró con preocupación.

Kael volvió a cargar la carreta y seguimos andando por el pueblo. Como siempre, recibíamos bastantes miradas despectivas, junto con otras pocas que no sabía cómo interpretar, pero que me hacían pensar que todo el esfuerzo merecía la pena.

"Algo no me gusta, Kael." — le dije por privado.

"Estoy de acuerdo. Mantente alerta."

"Siempre estoy alerta."

Avanzamos hasta la plaza principal del pueblo: todos los repartos los hacíamos allí. Apenas pusimos un pie en ella, un olor metálico, demasiado familiar, nos golpeó de lleno.

Me giré, desenvainando mi cuchillo, mientras daba una patada baja y directa al interior de las rodillas. Un doble crujido acompañó al grito del líder: la plaza vacía amplificó el sonido, pero no le presté atención. Lo sujeté antes de que cayese al suelo y puse el cuchillo en su garganta. En algún momento, Kael había dejado la carreta e imitado mi movimiento. Solo quedaba el joven muchacho en pie, con una expresión indescifrable.

Kael y yo nos tiramos al suelo medio segundo antes de que el muchacho gritase la advertencia. Los dos prisioneros que usamos como escudo murieron un segundo después, atravesados por decenas de flechas.

"Están en los árboles. Dame un minuto." — me dijo Kael y noté cómo desaparecía de mi lado.

— Ven aquí — ordené al muchacho que se había escondido en nuestra carreta. Se acercó rápidamente mientras clavaba mi cuchillo en el cuerpo que había protegido a Kael.

— G-gracias — murmuró, aliviado, cuando le cubrí con el segundo cuerpo.

— ¿Sabías del ataque?

— No, pero... me preocupé cuando no vi a los Ejecutores.

— ¿Ejecutores? — pregunté, tan sorprendida como furiosa. Creía haber abolido esa ley en todos los pueblos — Están prohibidos en las aldeas bajo mi protección.

— No lo sabíamos. Nos ordenaban escondernos cuando llegabais y sólo nos dejaban salir para recoger los recursos.

"Ya están muertos." — interrumpió Kael.

"Has tardado tres minutos. Revisa los alrededores."

"En eso estoy."

— Los atacantes han muerto. — dije, empujando los cuerpos mientras escaneaba la zona.

— ¿Cómo..? — preguntó el joven, asombrado. A lo largo de la plaza había unos treinta cadáveres: la batalla había sido totalmente silenciosa.

— Eso no importa. — dije con brusquedad, pateando con furia uno de los muertos — Apila los cuerpos. Vamos a quemar la basura.

— Po-por su-u-puesto, E-espina.

Tardamos un rato en reunir todos los cuerpos en el centro de la plaza. Cada vez que me acercaba a uno, la furia y la rabia se avivaban: Ejecutores. Eran Ejecutores. ¿Cómo había podido cometer semejante error?

Observé uno de los cadáveres. Kael había hecho un trabajo impecable: rápido y letal. No les había dado tiempo a gritar. Pateé el cuerpo, lanzándolo varios metros de distancia. Los Ejecutores no merecían una muerte misericordiosa. Merecían una muerte lenta y agónica, la más dolorosa de todas.

Los odiaba: eran los matones de los abusadores de las aldeas, aunque también lo hacían por diversión. Elegían a personas inocentes, normalmente débiles, frágiles o vulnerables, para torturarlos y humillarlos en público durante semanas, hasta que la víctima se rompía en mil pedazos. Hasta que dejaban de gritar, de reaccionar. Sólo cuando habían muerto en vida les permitían descansar.

Pisé otro cuerpo y escuché cómo crujían sus huesos, pero aquello no alivió mi rabia. Volví a lanzarlo lejos de otra patada. Yo misma había eliminado a los Ejecutores de cada aldea que había tomado bajo mi protección. Kael y yo nos habíamos asegurado que sufriesen en sus carnes el dolor de sus víctimas antes de acabar con ellos. Fue en esa época cuando empezaron a llamarme La Espina de Hierro. Todo aquello había ocurrido en el primer año después de la muerte de la vieja.

— Todo limpio. — dijo Kael, apareciendo a mi lado nada más lanzar el último cuerpo al montón.

— ¿Había más? — pregunté, enfurecida.

— No. ¿Qué han hecho? Tienes un humor de perros.

— Ejecutores. — respondí con sequedad. Kael se tensó y apretó el puño con fuerza.

— Entiendo. — murmuró, con odio en la voz: si alguien los odiaba más que yo, era Kael.

— Revisaremos todas las aldeas. Es hora de recordar lo que pasa cuando se violan nuestras leyes.

— Dalo por hecho.

Prendimos la pila de cadáveres. Escuché una tos cerca de mi: el chico se había tapado la nariz y la boca con las manos.

— Toma. — le dije entregándole un trozo de tela — No hará mucho pero te servirá.

— Muchas gracias, Espina.

— ¿Cuál es tu nombre? ¿Por qué estabas con ellos? — pregunté en cuánto se cubrió.

— Me llamo Juan. Me dijeron que si no iba con ellos, mi hermana pequeña sería el siguiente objetivo de los Ejecutores. Hace unos meses ellos cogieron a nuestros padres y... no fue agradable. No quería eso para ella.

— ¿Y por qué no dijiste nada? — interrumpió Kael con agresividad, enfrentándose a él. El muchacho retrocedió instintivamente algunos pasos, asustado: el aura de Kael era densa y oscura. El odio, la ira y la sed de sangre estaban totalmente impregnadas.

— N-n-n-o-o — tartamudeó Juan completamente aterrado. Tropezó y cayó al suelo.

— Kael. — interrumpí con voz autoritaria, poniéndome entre ambos — Ya basta. Contrólate.

— Apártate, Kelly.

— No. ¿No le ves? Está aterrado. Así no podrá contarnos nada.

— No hace falta que hable. Purgaremos. No lo saben, pero ya están muertos.

— Lo sé. Pero el crío es inocente.

— ¿INOCENTE? ¡CALLÓ COMO UNA MALDITA RATA! ¡ES TAN CULPABLE COMO ELLOS! ¡TODOS SON CULPABLES! — bramó, enfurecido.

No pude contenerme y le abofeteé con fuerza. El sonido resonó por toda la plaza.

— ¡SON INOCENTES! — le grité, mientras Kael se llevaba la mano a la mejilla, sorprendido y confundido — ¡NOSOTROS NO MATAMOS A INOCENTES! ¿O lo has olvidado? Los controlan, los manipulan. Tú, mejor que nadie, debería saber eso — espeté con dureza mirándole fijamente a los ojos.

— Vete a la m****a. — espetó enfurecido, pasando por mi lado. Le agarré de la muñeca.

— Desahógate. No hagas daño a nadie y vuelve. Te necesito centrado. — le ordené.

Kael sólo sacudió el brazo y solté su muñeca. Asintió con un gesto seco y se marchó. Escuché cómo se alejaban sus pasos y me giré hacia el joven.

— ¿A-a dó-ónde v-va? — tartamudeó levantándose del suelo.

— A reventar a puñetazos unos cuantos árboles. No hará daño a nadie. Tranquilo.

— ¿Cómo..?

— ¿Lo sé? — le interrumpí — Le conozco.

— De acuerdo. Confío en ti. Muchas gracias por acabar con ellos.

— Necesitamos información. ¿Cuándo volvieron? ¿Cómo lo hicieron? ¿Por qué no nos dijisteis nada? Dime todo lo que sepas, todo lo que recuerdes. Es importante.

Juan tragó saliva.

— Yo... no lo recuerdo muy bien, pero todo comenzó hace tres años, aproximadamente. El líder de la aldea sentenció a una niña por robar comida. Dijo que las órdenes de Las Hojas Negras eran ley y que quien las violase merecía la muerte. Pero... poco a poco, cada vez eran más frecuentes las ejecuciones y... empezaron a alargarlas... cómo ejemplo. Todos... teníamos miedo... de ser... los siguientes.

— ¿Y por qué ejecutaron a tus padres? — pregunté apenas conteniendo la rabia. ¿Que habíamos ordenado matar a inocentes? Cerré los puños con fuerza, intentando controlar los temblores que me sacudían.

— Ellos... se negaron a... darles parte de nuestro reparto. Nosotros... no podíamos... pagar el diezmo. Así que decidieron... cobrarlo en ellos.

Un grito de rabia me estalló por dentro y solté un puñetazo cargado de ira al suelo. Juan me miró aterrado: mi puño había roto el suelo de madera y se había hundido hasta la muñeca.

— Reúne al pueblo. Ahora. Voy a dejar claras unas cuántas cosas.

— Po-por su-u-puesto, E-espina. A-ahora mi-ismo lo ha-ago. — respondió y salió corriendo a cumplir la orden.

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